PRÓLOGO
El último mes de su vida fue el
de las despedidas. Pero, en apariencia, doña Mercedes estaba bien de salud, y
ninguna de las personas a las que hizo ir a su casa sospecharía hasta después
de su muerte la verdadera razón. Las iba llamando de un día para otro y con
excusas más que convincentes. A Daniel, el mayor de sus cinco nietos, le dijo que
el motor del Dodge Dart había empezado a hacer ruidos raros y que prefería que
fuera él (y no la inútil de Felisa, le faltó decir) quien hablara con el hombre
del taller.
-¿Ruidos raros? A mí me parece
que suena igual de bien que siempre. ¡Escucha, abuela! ¡Qué sinfonía! –dijo Daniel
mientras asomaba la cabeza por la ventanilla y con gestos de director de
orquesta marcaba la cadencia de los acelerones-. ¡Brum.! ¡Brum, brum! ¡Bruuum!
Era un modelo de mediados de los
años sesenta, gris, con el techo negro. Del bolsillo interior de la puerta sacó
Daniel los viejos guantes de conducir del abuelo. Antes de ponérselos, los
observó con aprensión.
-Sube, abuela -añadió- . Nos
vamos a dar una vuelta.
-¿Una vuelta? ¿Ahora?
-Tenemos que asegurarnos de que
todo está bien, ¿no?
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