Enero
La luz de las farolas atravesaba
las copas de los árboles y ascendía cada vez más débil. Los pisos altos
quedaban sumidos en la oscuridad componiendo un segundo Madrid, varado en sombras,
una extensa atalaya desde donde presenciar la intemperie de los cuerpos que aún
y hasta el amanecer seguían desplazándose de un lado a otro por las calles
encendidas.
En esos días el sistema integrado
de interceptación de telecomunicaciones se encontraba operativo para un elevado
porcentaje de las conversaciones telefónicas, mensajes cortos e intercambio de
datos electrónicos. Desde diferentes salas distribuidas por todo el país,
usuarios autorizados de las fuerzas y cuerpos de seguridad del Estado accedían
a la información almacenada en los dos centros de monitorización. Los bits
viajaban por cables y por ondas. De cerebro a cerebro una suave neblina de
gotas pequeñas, imaginarias, se extendía por la ciudad, atravesaba rejillas y
ventanas y entraba en los corazones.
En la terraza del piso nueve de
un edificio de ladrillo situado en la zona norte de Madrid, una mujer vestida
con blusa marfil y pantalón negro dejaba vagar la mirada lejos de los centros
comerciales y las zonas arboladas, por los campos de la noche. El contacto del
aire helado estremecía su ánimo. Como el aguijón de una avispa pero más suave y
duradero, la vicepresidenta del gobierno sentía en su pecho el dolor de algunas
de las cosas que no hizo.
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