Madrid 1921: un dietario, Josep Pla, p. 116-117
Cada vez que veo bailar el chotis
me sucede lo mismo: tengo la necesidad de proclamar la excesiva seriedad de las
personas que lo bailan, me siento obligado a asegurarles que los tengo por
gente absolutamente formal. Los bailadores de chotis no se proponen otra cosa:
demostrar a todo aquel que los contempla que la vida es muy triste, que de
todas maneras van a empujones y a trompicones, tirando, y que gravedad tienen
de sobras.
-Aguarden un momento -parece
decir el bailarín antes de empezar, mientras se abrocha la chaqueta-: ahora les
demostraré hasta dónde llega mi cultura, mi crédito, mi seriedad ...
A mí me parece que el chotis es
más bien un baile triste, de una obsesión concentrada en demasía. Su música, tan
rimada, es de una monotonía sacerdotal. Semeja una música de marcha fúnebre
compuesta expresamente para demostrar el dolor que afecta a las poblaciones del Africa ecuatorial ante la muerte de un
importante jefe de tribu. La terminación del chotis, en forma contundente y
vertical, tiene poca gracia. La música es tan extravagante, que precipita a
aquel que se sirve de ella para sus necesidades en un mundo concreto, maquinal,
invariable. El bailador de chotis casi siempre baila sin hablar. ¡No perdamos
tiempo en vana palabrería! -parece que piensa el bailarín, preocupado-. De
cuando en cuando echa a un alrededor una mirada aparentemente muy profunda, una
de esas miradas que suelen dar los hombres cuyo destino es buscarle tres pies
al gato. Y, así, el bailarín va entrando en la musiquilla, va cociéndose en su propia
salsa, mudo, concentrado y formal. Llega un momento en que el esfuerzo de
formalidad que hace el bailarín es tan grande que, parado, baila durante un
cuarto de hora seguido, sin moverse, sobre un ladrillo de un palmo cuadrado.
Concluida la performance echad una ojeada a los espectadores, os sentís
miembros de un tribunal de oposiciones y se os ocurre a todos la misma idea.
Sentís la necesidad de decir:
- ¡Aprobado! Puede usted
retirarse …
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