Había una vez dos niñitas que
vieron --o creyeron ver:-una cosa en el bosque. Las dos eran evacuadas, y las habían
enviado en tren lejos de la ciudad junto con un numeroso grupo de otros niños.
Todos tenían una etiqueta con su nombre prendida al abrigo con un imperdible,
así como un bolso o mochila en la mano y la reglamentaria máscara antigás.
Llevaban bufanda de lana y gorro, y muchos tenían guantes de lana sujetos a una
larga cinta que les pasaba por detrás del cuello y a lo largo de las mangas, por
el interior del abrigo, de manera que los diez dedos de lana colgaban fuera
como un par de manos de repuesto, a semejanza de un espantapájaros. Con las
piernas desnudas, los zapatos desgastados y los calcetines arrugados, casi todos
mostraban rozaduras en las rodillas en distintos grados de cicatrización.
Estaban en esa edad en que los niños sufren caídas frecuentes, y tenían las
rodillas desprotegidas. Cargados con sus bolsos, algunos de los cuales eran casi
demasiado grandes para que pudieran transportarlos, y con los objetos
personales que acarreaban -una muñeca, un coche de juguete, una revista de
historietas-, parecían un alborotado ejército de enanos avanzando ruidosamente por
el andén.
Las dos niñitas acababan de
conocerse y se habían hecho amigas en el tren. Compartían un trocito de
chocolate y mordían por turnos una manzana. Una le cedió a la otra la página
interior de su revista de historietas, el Beano. Se llamaban Pennyy Primrose.
Penny era delgada, morena y alta, tal vez algo mayor que Primrose, que era
rolliza, rubia y de cabellos rizados.
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