En las ventanas del edificio de
enfrente ya se han encendido las luces. Las siluetas de las mujeres de la
limpieza se mueven en el gran open space de lo que debe de ser una agencia de
comunicación. Ellas empiezan a las seis. Vernon suele despertarse un poco antes
de que ellas lleguen. Le apetece un café cargado y un cigarro de filtro
amarillo, le gustaría prepararse una tostada y desayunar recorriendo los titulares
del Parisien en el ordenador.
Hace semanas que no compra café.
Los cigarros que se lía por la mañana desmenuzando las colillas del día
anterior son tan finos que es como aspirar papel. En los armarios no hay nada
de comer. Pero sigue teniendo internet. Lo cobran justo el día en que recibe la
ayuda para el alquiler. Desde hace unos meses se la abonan directamente al
propietario, pero hasta ahora ha colado. Ojalá dure.
Le han cortado el móvil y ya no
se rompe la cabeza comprando tarjetas prepago. Ante el desastre, Vernon
mantiene una línea de conducta: finge no enterarse de nada. Vio las cosas
desmoronándose a cámara lenta, y luego el hundimiento se aceleró. Pero Vernon
no ha cedido ni a la indiferencia, ni a la elegancia.
Primero le quitaron el subsidio.
Recibió por correo una copia de un informe sobre él, redactado por su asistente
social. Se llevaba bien con ella. Se vieron regularmente durante casi tres
años, en el pequeño despacho en el que la mujer condenaba a muerte a sus
plantas.
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