CUANDO iban por el lindero en
bicicleta, las zarzas retraían sus espinas como esconden los gatos sus uñas.
Era digno de ver: cincuenta gatos
negros, otros tantos amarillos, y luego ella; y no podías estar seguro de que
fuera una criatura humana. Sólo su olor despertaba ya dudas al respecto: olía a
una mezcla de especias y caza, establo, piel de animal y yerbas.
Cuando cogía la bicicleta, tomaba
los peores caminos: bordeaba los precipicios, o se metía entre los árboles.
Quien no ha montado nunca en bicicleta lo habría encontrado difícil; pero ella estaba
acostumbrada.
Se llamaba Virginia Fur; tenía
una melena de varios metros y unas manazas enormes, con las uñas sucias; sin
embargo, los habitantes de la montaña la respetaban, y ella se mostraba siempre
deferente con sus costumbres, también.
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