Amor, etcétera, Julian Barnes, p.119-120
Los cerdos son animales muy
inteligentes. Si se les somete a estrés, si se les hacina, por ejemplo, tienden
a mutilarse unos a otros. Lo mismo ocurre con las gallinas, y no es que las
gallinas sean especialmente listas. Pero los cerdos estresados se atacan entre
sí. ¿Y sabes cómo reacciona ante esto el granjero industrial? Les corta el rabo
a los cerdos para que no tengan nada que masticar, y a veces también las
orejas. También les recorra los dientes y les pone aros en el hocico.
Pero estas cosas, precisamente,
no van a reducir el estrés de un cerdo, ¿verdad? Tampoco el atiborrarle de
hormonas y antibióticos, de zinc y cobre, y que no le dejen andar suelto por el
campo o dormir sobre paja. Cosas así. Y, aparte de todo lo demás, el estrés
afecta a la relajación de los músculos, que a su vez afecta al sabor de la
carne. Al igual, por supuesto, que la diera del puerco. La gente de mi gremio
está de acuerdo en que la carne de cerdo es la que más sabor ha perdido de
resultas de los métodos de cría industrial. Y como ya no sabe casi a nada, hay
que cobrar menos a los consumidores y disminuyen los márgenes de beneficio, y
así sucesivamente. Conseguir que el consumidor pague más por un cerdo decente
es para mí, si quieren que les diga, una especie de cruzada.
La otra cosa que me da que pensar -bueno, todo
el debate orgánico me da que pensar- es: ¿y nosotros? ¿No nos ocurre exactamente
lo mismo? ¿Cuántos habitantes tiene Londres? ¿Ocho millones? ¿Más? Con los
animales, al menos, los expertos han calculado cuánto espacio necesita cada uno
para no estresarse. Ni siquiera han empezado a calcularlo para las personas; o
si lo han hecho, no nos hemos enterado. Vivimos amontonados como una piara y
nos arrancamos mutuamente la cola a mordiscos. No concebimos que las cosas sean
diferentes. Y a la vista de nuestros niveles de estrés y de lo que comemos la
mayoría, debemos de tener un sabor horrible.
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