La noche antes de que un tren le
arrancara las piernas a Ernesto de la Cruz y Doc Moses soñara con un venado
muerto y Plutarco Almanza tuviera la desgracia de toparse con el hombre de las botas
grises, Guzmán se enderezó en la cama con una aureola de vértigo envolviéndole
la cabeza. Sus oídos zumbaban, las imágenes del bisturí y las escaleras aún
volaban en sus ojos como papel quemándose y los latidos de su corazón
repercutían en la piel con un golpeteo intenso y regular. Le tomó algunos
segundos tranquilizarse. Luego encendió la lámpara de mesa, se caló los
anteojos e indagó la hora en el reloj del buró: era más de medianoche. Acababa
de empezar el día de su cumpleaños. «Treinta», dijo en voz baja, con el corazón
latiéndole deprisa. A su lado, Ángela dio un respingo y lo abrazó. Una hebra de
saliva escurría de sus labios.
-Estás temblando, amor. ¿La
tuviste otra vez?
-Ésta fue de las peores.
-Ay, Gusanito. Pero si ya tu mamá
te lo explicó.
-Según ella. Pero no. Algo me
hicieron en esa casa, Ángela. Algo cabrón.
Mientras hablaba, Guzmán percibió
lo infantil y llorosa que sonaba su voz. Por eso usó al final una expresión
dura, una palabra que le devolviera la sensación de ser un hombre adulto y valiente.
Ángela se frotó los ojos con el borde de la sábana.
-Ándale, pues. Cuéntamelo.
Guzmán carraspeó.
-Yo estaba recién casado. Pero mi
mujer no eras tú sino Poly, una güerita muy flaca que conocí una vez en
Guanajuato. Ya ni la recordaba.
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