De Derrumbe de Eduardo Menéndez Salmón, p. 124-125
Del corazón del hayedo en que
habían encontrado refugio, como si su suelo liberara antiquísimos miasmas,
emanaba un poderoso olor a vida dilapidada, a floración sin control, a festín
de fieras. Las trochas abiertas durante el otoño por los excursionistas yacían
sepultadas bajo légamo y helechos escarchados. Cada árbol, cada esqueje y cada
espora escondía en su centro el callado homenaje a esa manifiesta tendencia al
exceso que tanto asombraba al hombre devuelto a su patria natal: la Naturaleza.
Varios voluntarios luchaban
contra el viento que acuchillaba sus costados, acondicionando hospitales de
campaña que saludaban, con su única ventana mirando al mediodía, el sordo goteo
de vecinos de Promenadia con fracturas de cúbito y anginas de pecho, vomitados
sin pausa hacia los refugios levantados sobre un amasijo de lonas desgastadas,
listones de conglomerado y travesaños que más recordaban inseguros trapecios
que otra cosa.
Una inútil alambrada, incapaz de
resistir el húmedo acoso del morro de un ternero o la patada de un transeúnte
borracho, peinaba el perímetro del hayedo en apretados nudos de espino.
Valdivia estaba frente a una hoguera alimentada con periódicos y maleza,
sentado en un insólito taburete de cocina, sobre una loma alfombrada de musgo.
A su derecha, fumando en silencio, descansaba el apuesto cabo de infantería que
le había prestado sus prismáticos, unos Valentinov rusos de tanquista con
escala telemétrica y revestimiento de caucho.
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