De El regreso del soldado de Rebecca West, p. 47-48
En aquella noche llena de frases
interrumpidas porque terminarlas implicaba dolor siempre, de una existencia
normal disuelta en lágrimas, los acordes de Beethoven sonaban serenos.
-Típico de ti, Jenny -dijo Kitty
de pronto-, tocar Beethoven cuando la guerra es la que ha causado todo esto.
Estaba segura de que, precisamente esta noche, elegirías tocar música alemana.
De manera que empecé una
zarabanda de Pureen, una pieza alegre que te hace pensar en una mujer sana y
regordeta bailando en un suelo de tierra en una vieja posada, rodeada de jarras
de buena cerveza y de un mundo de sol y campos de mayo. Conforme tocaba me
preguntaba si estas cosas existirían cuando Pureen compuso esta música,
despojada de todo lo que no sean risas o
apetitos y satisfacciones básicas, como mucho el lamento del amor no
correspondido. ¿Por qué la vida moderna había traído consigo estos horrores que
hacen que las antiguas tragedias parezcan espectáculos de guardería? Tal vez se
debe a que la ambición de algunos hombres ha alterado en exceso el mundo
exterior, que es lo que engendra la vida. Ahora hay ciudades, e incluso los árboles
y las flores ya no son como solían ser; las hojas de azafrán en el césped,
cuyas aristas parecían blancas al iluminarlas el haz de luz que salía de la
ventana que había abierto Chris, deberían brotar del suelo en acantilados
mediterráneos; el alerce dorado un poco más allá debería estar proyectando su
alargada sombra sobre pequeños hombres de piel amarilla que atraviesan una
planicie china. Detrás de la cabeza de Chris, de pie, quieto frente a la
ventana abierta, un reflector cortaba la oscuridad en todas las direcciones
corno una espada blandida entre las estrellas.
En la imagen, Rebecca West
No hay comentarios:
Publicar un comentario