Te quiero más que a la salvación de mi alma

Te quiero más que a la salvación de mi alma
Catalina en Abismos de pasión de Luis Buñuel

A MATANZA DO PORCO


La península de las casas vacías, David Uclés, p. 112

Comenzaba la matanza. Iban cerdo por cerdo. El matarife enganchaba con un garfio el pescuezo del primero y lo mataba; la sangre brotaba a los lebrillos y las mujeres la removían. Ciento sesenta kilos desprovistos de vida. Las ancianas raspaban con una cuchara la piel del animal para depilado. Después, el jifero colgaba verticalmente al gorrino, elevado por una polea y enganchado a un ramal, y colocaba una caña entre las patas delanteras, formando sus extremidades una equis. Cortaba la piel y sacaba las asaduras: tripas, hígado, riñones, corazón y demás órganos. Guardaban todo, salvo el intestino, para evitar el olor a heces. Acto seguido tornaban varias muestras de las carnes y vísceras y las llevaban a uno de los veterinarios del pueblo. Antiguamente había más albéitares que médicos, ya que había más reses que personas. De que no enfermaran los animales dependía la supervivencia de la gente. También se debía a que el oficio de médico no era muy popular, puesto que si no curaba al paciente, no cobraba. Esperaban hasta la mañana siguiente para elaborar los alimentos, una vez recibidos los resultados, casi siempre favorables.

Termino con la parte que con más impaciencia esperaba cada año cuando era pequeño: la vejiga. La limpiaban bien, la inflaban y nos dejaban jugar con ella. Se trataba de un globo amarillento con un sinfín de venas en relieve. Eso sí, había que tener cuidado con ella y no explotarla pues, cuando se secaba, servía para hacer zambombas junto a una lata y un carrizo.


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