La península de las casas vacías, David Uclés, p. 112
Comenzaba la matanza. Iban cerdo
por cerdo. El matarife enganchaba con un garfio el pescuezo del primero y lo
mataba; la sangre brotaba a los lebrillos y las mujeres la removían. Ciento
sesenta kilos desprovistos de vida. Las ancianas raspaban con una cuchara la
piel del animal para depilado. Después, el jifero colgaba verticalmente al
gorrino, elevado por una polea y enganchado a un ramal, y colocaba una caña
entre las patas delanteras, formando sus extremidades una equis. Cortaba la
piel y sacaba las asaduras: tripas, hígado, riñones, corazón y demás órganos.
Guardaban todo, salvo el intestino, para evitar el olor a heces. Acto seguido
tornaban varias muestras de las carnes y vísceras y las llevaban a uno de los
veterinarios del pueblo. Antiguamente había más albéitares que médicos, ya que
había más reses que personas. De que no enfermaran los animales dependía la
supervivencia de la gente. También se debía a que el oficio de médico no era
muy popular, puesto que si no curaba al paciente, no cobraba. Esperaban hasta
la mañana siguiente para elaborar los alimentos, una vez recibidos los
resultados, casi siempre favorables.
Termino con la parte que con más
impaciencia esperaba cada año cuando era pequeño: la vejiga. La limpiaban bien,
la inflaban y nos dejaban jugar con ella. Se trataba de un globo amarillento
con un sinfín de venas en relieve. Eso sí, había que tener cuidado con ella y
no explotarla pues, cuando se secaba, servía para hacer zambombas junto a una
lata y un carrizo.
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