Aún no ha pasado año y medio pero es como si ya hubiera pasado mucho tiempo desde la tarde de agosto en que volví a ver a Claudia Paredes y volví a enamorarme de ella. Eso quizá es lo que entonces pensé o como mínimo lo que desde entonces he pensado a menudo: que volví a enamorarme de Claudia en cuanto volví a verla y que por tanto fue inevitable todo lo que ha ocurrido después, en este año y medio en el que ha cambiado por completo mi vida. Aunque bien pensado quizá no es verdad, quizá la idea de que todo fue inevitable ha sido sólo una argucia inventada a posteriori, un intento por lo demás fracasado de encontrar un antídoto contra el remordimiento y la culpa, y quizá también contra la nostalgia y el deseo; porque lo más probable es que siempre haya sabido que todo pudo evitarse, que nada tuvo por qué ocurrir como ocurrió y que si ocurrió fue porque yo quise o porque no evité que ocurriera, y de ahí el remordimiento y la culpa y a ratos la nostalgia y el deseo.
Lo que es seguro es que la
historia empezó un jueves caluroso de agosto, el último jueves de agosto para
ser más exactos, hace ahora dieciséis meses. Luisa, mi mujer, llevaba toda la
semana fuera, en un congreso de historiadores que se celebraba en Amsterdam, y
no volvía hasta el sábado. Yo había aprovechado su ausencia para acabar de
poner en orden el material que había recogido desde la primavera con vistas a
escribir un artículo sobre una novela de José Martínez Ruiz, Azorín.
No hay comentarios:
Publicar un comentario