Contra la España vacía, Sergio del Molino, p. 244
Cuando Manuel Azaña murió, pesaba
sobre él una reclamación de responsabilidades políticas que cifró en cien
millones de pesetas la indemnización que adeudaba al Estado franquista. Falange
se incautó de todos los bienes que había dejado en España y el embajador
franquista en París presionó a Pétain para que su cadáver no recibiese los honores
de Estado que por ley le correspondían. El gobierno de Vichy prohibió cualquier
signo republicano o político en su lápida y sólo aceptó que cubrieran la tumba
con una bandera española si esta era la rojigualda. Como Azaña había muerto en unas
dependencias alquiladas por la embajada de México en Francia (lo que le daba
protección extraterritorial), el embajador propuso cubrir su féretro con una
bandera mexicana. Según confesó el diplomático en sus memorias, este le dijo al
mariscal Pétain: «Lo cubrirá con orgullo la bandera de México. Para nosotros será
un privilegio, para los republicanos una esperanza, y para ustedes, una
dolorosa lección» Sólo la intervención de México, el único aliado fiel e
incondicional que tuvo la República española durante la guerra (y aun después,
con su generosa política de acogida de refugiados, recibidos con todos los
honores públicos), salvó a Manuel Azaña de la damnatio memoriae a la que, en la
más pura tradición romana, le condenaba el fascismo triunfante.
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