A estas horas tan tempranas el East River adquiere una fina capa traslúcida, una piel brillante y acerada que parece flotar sobre el río mismo a medida que el agua pasa del negro nocturno al profundo verde opaco del día siguiente. Las luces del puente de Brooklyn empalidecen contra el cielo. Un hombre sube la persiana metálica de su taller de reparación de calzado. Una corredora joven con coleta pasa al lado de un hombre de mediana edad que, con un vestidito negro y botas militares, vuelve por fin a casa. Las escasas ventanas iluminadas son exactamente igual de brillantes que el cuarto de luna.
Isabel, que no ha dormido, está
de pie ante la ventana de su dormitorio, lleva una camiseta XXL que le llega
hasta la mitad de los muslos. La mujer de la coleta pasa de largo ante el
hombre del vestido, que está metiendo la llave en la cerradura de la puerta de
la calle. El dueño del taller de reparación de calzado levanta la persiana de
acero, preparándose para abrir la tienda. ¿Por qué abre tan pronto, quién puede
necesitar que le arreglen los zapatos a las cinco de la madrugada?
Ya se aprecian los primeros
signos de la primavera. El árbol de delante del edificio de Isabel (un arce
plateado, que, según Google, es «desordenado y de raíces poco profundas») tiene
unos capullos pequeños y duros que pronto se abrirán en hojas de cinco puntas,
normales y corrientes
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