Theodoros, Mircea Cartarescu, p. 243
El sabio emperador Salomón de la
antigüedad, el cual, preguntado por Dios en Gabaon qué dones esperaba de él, no
pidió ni una vida larga, ni riquezas, ni la muerte de sus adversarios, sino
solo un corazón juicioso para diferenciar el bien del mal, y que levantó,
siguiendo los planos que David, su padre, había recibido del propio Dios,
escritos con su dedo, el primer templo en que Dios vivo habitaría en una
oscuridad total, tenía conocimiento del lejano País de Cus del Sur no solo
porque conocía, con su sabiduría, el rostro de la tierra con todos sus reinos e
imperios, sino porque de allí llegaba, una vez cada tres años, en veleros, el
oro de Ofir. Era el oro más fino que se pudiera imaginar, más fino que la arena
más tamizada por los cedazos, y ese fue el que utilizó el rey para cubrir el
Sanctasanctórum, el cubo de veinte metros de longitud, anchura y profundidad de
las profundidades del Templo, en el que instalaría el Arca, custodiada por las alas de dos grandes
querubines. Con ese mismo oro se acuñaban también los talantes y los siclos más
buscados en la época, que ningún comerciante despreciaba. Unas historias más
viejas que el mundo contaban ya entonces que en Ofir, una región del mar Rojo
situada entre Adulis y Djibuti y habitada por el pueblo afar, incluso las rocas
eran de oro, y las ciudades tenían también murallas de oro puro, con almenas de
oricalco. Si descendías desde Jerusalén hasta Egipto, tenías que realizar todavía
un viaje semejante, por el gran Nilo, hasta llegar, finalmente, al salvaje País
de Cus, conocido también con el nombre de Etiopía.
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