Los lobos del bosque de la eternidad, KO Knausgard, p. 742
Pero hay en el tren algo más que
añoranza. Aunque la primera línea férrea de Rusia no se inauguró hasta 1837, el
tren está totalmente arraigado en la cultura del país y, como casi todo aquí,
es un fenómeno ambivalente. Como símbolo de modernidad, mecanización y alienación,
ha estado ligado tanto al fin del mundo, a uno de los siete jinetes del
Apocalipsis, como a la esperanza y el futuro. La Revolución llegó en un tren:
el vagón sellado de Lenin, que traqueteó a través de una Europa desgarrada por
la guerra en la primavera de 1917, desde Suiza hasta San Petersburgo, de donde
ese hombre menudo y duro, parecido a un tejón, se bajó y prácticamente se
apoderó de todo ese vasto imperio. La Revolución se sostuvo sobre rieles:
Trotski, el líder del Ejército Rojo, tuvo su cuartel general en un tren. La
Revolución continuó en un tren: trenes de propaganda cargados de octavillas,
folletos, periódicos, banderas rojas y oradores, algunos con bibliotecas e
imprentas, salieron hacia todos los rincones del país. Y tanto la victoria de
los bolcheviques en la guerra civil, como la de la Unión Soviética en la Gran
Guerra Patria, habrían sido impensables sin los trenes.
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