Temperley, provincia de Buenos
Aires, 1907
Hay quienes no existen, o casi,
como la señorita Menéndez. La “jefa de enfermeras”. En el espacio de estas palabras entra completa. Las
mujeres a su cargo huelen y visten igual, y nos llaman "doctor”. Si un
paciente empeora por un olvido o una inyección de más, se llenan de presencia: existen
en el error. En cambio Menéndez nunca falla, por eso es la jefa.
La miro cuanto puedo para
encontrarle un gesto doméstico, un secreto, una imperfección.
Lo encontré. Son los cinco
minutos de Menéndez. Se apoya en la baranda y enciende un cigarrillo. Como no
suele alzar la mirada, no advierte que la observo. Pone una cara de no pensar,
de botella vacía. Fuma durante cinco minutos. En ese lapso no logra terminar el
cigarrillo y lo deja por la mitad. Su derroche, su lujo personal, es apagarlo con
el dedo mojado en saliva y tirarlo a la basura. Solo fuma cigarrillos nuevos.
Así entra al mundo todos los días, a la misma hora, y existe el tiempo
suficiente como para enamorarme de ella.
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