De Todo esto acabará de Milena Busquets, p. 58-59
Según me contaste una vez, cuando
se acabó la etapa de los biberones y las papillas, fuiste a ver a nuestro
pediatra, que era una gran eminencia, un sabio atractivo e imponente que a mí
me aterraba -recuerdo que una vez me echó de la consulta por llorar-, para
hablar de nutrición infantil y contarle que no habías puesto un pie en la cocina
en tu vida y que no tenías la menor intención de hacerlo. El doctor Sauleda te
dijo que no te preocuparas, que en principio, si había leche o productos lácteos
en la nevera, algo de fruta, galletas y tal vez un poco de jamón en dulce, todo
iría bien. Así que antes de llegar a la pubertad ya éramos unos expertos en
quesos franceses, ya sabíamos lo importante que es tener siempre, por si acaso,
una botella de champán francés en la nevera y nos parecía lo más normal del mundo
que, algunas noches, la cena consistiese únicamente en una tarta de Sacha,
nuestra pastelería favorita. En casa, la cocina se utilizaba sólo para calentar
comida cuando teníamos invitados y para que la chica preparase el repugnante
arroz hervido con hígado que tanto les gustaba a tus perros antes de que fuesen
obligados, junto al resto de la humanidad perruna, a alimentarse únicamente de
pienso. En cualquier caso, el doctor Sauleda debía de tener razón ya que
crecimos altos, fuertes y sanos, y nos convertimos en dos jóvenes bastante atractivos
y refinados que consideraban -en mí caso sigue siendo así- que no había nada
tan exótico y suculento como la comida casera y que, cuando eran invitados a
casa de sus amigos, ante la mirada atónita y halagada de la anfitriona, se
lanzaban sobre las lentejas, el arroz a la cubana o los macarrones como si
fuesen los manjares más deliciosos del mundo.
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