De La hermana de Katia de Andrés Barba, p. 142-143
Pasaron dos días y llamó Mamá por
la tarde, para ver qué hacían. Ella estaba viendo un reportaje de la televisión
sobre cómo las leonas, después de siete meses de buscarles comida y cuidar de
que no se perdieran, dejaban a los cachorros abandonados para que hicieran su
vida, y aunque daba un poco de pena ver cómo los leones pequeños se quedaban al
principio con caras de angustiados, intentando ir tras ella, era verdad que
daban ganas de gritarles que no fueran tontos, que ya era hora de que empezaran
ellos a buscarse el pan. A Mamá le dijo la verdad; que estaba sola en casa, que
no había comido y que la echaba de menos. Ella le contó que aquel día había
comenzado a trabajar con Jorge en la carnicería, y que aunque aún le daba un
poco de miedo manejarse con aquellos cuchillos tan afilados, que parecía que te
ibas a cortar con sólo mirarlos, ya había empezado a practicar y no se le daba
tan mal. Luego le preguntó si Katia había comentado algo sobre ella y volvió a
contestarle con la verdad: que no lo había hecho. Resultaba un poco extraño hablar
con Mamá pero no porque la conversación fuese distinta, o porque preguntara con
otro tono que no fuese el habitual, sino porque, corno la leona de la
televisión, se había marchado sin marcharse, mirando hacia atrás y diciendo que
no la acompañaran pero como si al mismo tiempo quisiera que la acompañaran, que
los cachorros fuesen lo suficientemente mayores como para que no pudiera
despistarles con una simple carrera. Cuando Katia llegó a casa le contó que había
llamado Mamá.
“Para qué”, dijo.
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