De La hermana de Katia de Andrés Barba, p. 79
Fue ella quien, dos días después, acompañó a la abuela al médico. La sala era blanca, fría y tenía un olor que nunca había probado antes; una mezcla entre limpiasuelos y vejez, olor de carne anciana, de pechos caídos, de manos que tiemblan. Mientras esperaban ella pensó que los hombres no eran iguales que las mujeres cuando llegaban a viejos porque mientras ellos gruñían o miraban a las enfermeras con sus uniformes blancos y sus ruidosos zuecos, ellas parecían fantasmas, sombras.
Mientras a ellos no había nada que les emparentase, entre ellas había algo en común; rodas, si se levantaban, caminaban en silencio, como si no quisieran molestar a nadie, todas, hasta la abuela, parecían sombras de las que fueron, porque fueron mujeres, y tenían aún los gestos que adoptaron cuando eran jóvenes, coqueterías anacrónicas de horquillas de niña, vestidos que aún eran cuidadosamente planchados, ese terror al sucio con que una mujer que había sido limpia toda su vida -como la abuela- temía casi más que a la misma muerte, o al abandono, o a la soledad, como si dijeran muertas antes que sucias, muertas antes que apestando a viejas, por eso había también un olor intenso a colonia en la sala de espera entre el olor, las toses y los tembleques de los hombres cuando cruzaba alguna enfermera. Una voz pronunció el nombre de la abuela, ella gritó: «¡Aquí!» Y cuando le puso la mano para ayudarla a levantarse la abuela se la quitó de en medio
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