La primera vez que besó los
labios de Katia tenía trece años, dolor de garganta y un pijama azul con los
aros olímpicos que decía “Sports”'· Le gustaba mucho aquel pijama. Mamá llevaba
una semana sin aparecer por casa. Katia acababa de cumplir dieciocho años y
ella le había regalado unos pendientes
con forma de mariquita que no le gustaron. Cualquiera lo habría notado en su
gesto de concentrada resignación de la sonrisa cuando le pidió que se los
pusiera, pero ella se acostó aquella noche con la felicidad de quien todavía
piensa que ha hecho el regalo perfecto. Tres días más tarde comprobó que Katia
no se los había puesto ni una sola vez. Tampoco le dolió. Recordó que cuando tenía
ocho años Mamá le regaló a ella un reloj rosa y le gustó tanto que no se
atrevió a ponérselo de puro miedo a que se le rompiera. Lo sacaba por las
noches, lo miraba despacio acariciar los segundos, los cuartos de hora y lo
volvía a guardar en el mismo estuche imperturbable que habría de verlo
detenerse un año después y, en los sucesivos, cubrirse de polvo, purgar su
pecado de haber sido demasiado hermoso. Quizá por eso mismo Katia no se había
puesto los pendientes, porque eran demasiado bonitos. Mamá no estaba en casa y
cuando eso ocurría Katia se disgustaba, decía cosas que ella no terminaba de
entender
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