Surcamos el río negro, sus bancos
lisos como piedras. Ni un barco, ni un bote, ni una mota de blanco. El viento
ha roto, agrietado la superficie del agua. Es ancho, interminable este gran
estuario. El río es salobre, lívido de frío. Discurre borroso por debajo de
nosotros. Las aves marinas que lo sobrevuelan giran y desaparecen. Surcamos
velozmente el ancho río, un sueño del pasado. Rebasadas sus aguas profundas, el
fondo empalidece la superficie, traspasamos los bajíos, las embarcaciones varadas
en la playa para pasar el invierno, los embarcaderos desolados. Y, alados como
gaviotas, nos elevamos, viramos, miramos atrás.
El día es blanco como papel. Las
ventanas están congeladas. Las canteras están vacías, la mina de plata
inundada. El Hudson es aquí vasto, vasto e inmóvil. Una región oscura, un paraje
de esturiones y de carpas. En otoño plateaba de sábalos. Los gansos dibujaban
en el cielo su larga y cambiante V. La marea sube desde el mar.
Dicen que los indios buscaban un
río que «discurriera en los dos
sentidos». Lo encontraron aquí. La cuña de sal penetra no menos de cincuenta
millas; a veces llega hasta Poughkeepsie. Aquí había lechos enormes de ostras,
focas en el puerto, caza inagotable en
los bosques. Este gran tajo glacial, con sus bahías nupciales, las calas de
apio silvestre y arroz, el río majestuoso. Los pájaros, como signos de
puntuación, cruzan en vuelo uniforme.
1 comentario:
Qué bien escribe. Que fragmento tan redondo.
Publicar un comentario