No callar, Javier Cercas, p. 682
Veinte años hace que mi madre me
pide que escriba este artículo. El artículo empieza con una película: Los
sobornados, de Fritz Lang; mejor dicho: empieza con una escena de esa película.
Hagan memoria: Glenn Ford es Dave Bannion, un sargento de policía felizmente
casado y con una hija pequeña, que vive en una ciudad estrangulada por una
banda de mafiosos cuyo capo es un tal Mike Lagana. Un día, en el curso de la
investigación del suicidio de un compañero, Bannion topa con los intereses de
Lagana y descubre de golpe la realidad, y es que el mundo es un lugar atroz
saturado de aníbales y de montones incalculables de basura: asesinan a su mujer,
pierde su trabajo y su casa, sus amigos lo abandonan, vive en un hotel de mala
muerte, está solo. Entonces llega la escena. Temiendo con razón que Lagana haya
decidido apoderarse de su hija, el exsargento acude precipitadamente a casa de
su cuñado, donde se halla refugiada, y allí descubre que un puñado de hombres,
antiguos compañeros de armas de su cuñado, monta guardia para defenderla: están
viejos, calvos y gordos, y lo saben, y se ríe de que están gordos, calvos y
viejos, pero también saben que están dispuestos a partirse la cara con quien
sea por la hija de un tipo al que ni siquiera conocen. Bannion los mira,
atónito, y no dice nada, pero nosotros sabemos lo que se está preguntando en
silencio ¿quién demonios son esos tipos? ¿De qué extraña materia están hechos?
¿Qué van a ganar echando una mano a un muerto de hambre cuya vida tiene el
mismo valor que la de una cucaracha? ¿No habíamos quedado en que el mundo era
un lugar atroz saturado de caníbales y de montones incalculables de basura?
Hace veinte años estuve durante
unos segundos con un tipo que estaba hecho de la misma extraña materia que los
viejos soldados que salvan la vida de la hija de Bannion. Por entonces yo era
muy joven y acababa de terminar la carrera y estaba solo en una gran ciudad y
aún no había descubierto cómo funciona el mundo, pero me ganaba la vida en el
Ayuntamiento de Barcelona con el único trabajo serio que he tenido nunca:
traduciendo textos escritos en lenguas que no entendía a una lengua que no
sabía escribir. Una tarde, al salir de mi trabajo, un tipo me paró mientras yo
bajaba hacia la Rambla por la calle Ferran; me pidió algo, que tampoco entendí,
y al pronto me vi rodeado por otros dos tipos como él. Era un mediodía radiante
de julio, y supe al instante que estaba a punto de ocurrir algo que no iba a
poder evitar. Pero, justo en aquel momento, un grito atronó la calle («iManolo!»),
miré por entre el cerco amenazante que me rodeaba y vi, en mi misma acera, a un
tipo con aire de albañil en paro, que hacía gestos en dirección a mí, y que
volvió a gritar: «iManolo, coño!: vienes o qué?». Entonces, en un segundo de
pánico, rompí el cerco y llegué hasta donde estaba el albañil, que echó a andar
a mi lado mientras me decía: «No mires atrás». Con el corazón latiéndome en la boca, seguí caminando por
Ferran junto a él, y, una vez llegamos a la Rambla y sentí que había pasado el
peligro, di las gracias, le pregunté cómo se llamaba. El tipo me miró y, por
toda respuesta, dijo: «Hoy por ti y mañana por mí». Y se alejó Rambla abajo.