Un tal González, Sergio del Molino, p. 347
Entre los más de ocho millones de
espectadores que vieron la entrevista en directo estaba Laura Martín, la viuda
de la última víctima del GAL, Juan Carlos García Goena, el electricista al que
dos pistoleros confundieron con un etarra y mataron con una bomba en 1987. No
era una víctima oficial, porque la guerra sucia terminó en 1986 y no se
reconocían crímenes posteriores, pero Laura se había empeñado en que toda
España recordase a su marido. Aquella noche quedó convencida de que el GAL no
era un asunto de policías y guardias, ni siquiera de funcionarios del
ministerio, sino del propio gobierno. Esperaba que Felipe asumiera alguna responsabilidad.
No penal, pues tampoco estaba claro que pudiera tenerla, pero sí política.
Esperaba que reconociese que algo se hizo muy mal en aquellos años y que él
debería haberlo sabido y parado, y que no saberlo también era grave. Le hubiera
bastado con una declaración así, una disculpa y un compromiso para ayudar a
resolver el caso abierto de su marido. Que no le dieran con la puerta en la
cara cada vez que reclamaba información, que le contestasen las canas, que
reconociesen su dolor y reparasen el crimen, como se hacía con cualquier otra
víctima.
Aquella noche, mientras sus hijas
pequeñas dormían, se propuso llegar hasta el final. Quizá todo era un juego político.
Por supuesto que Amedo y Domínguez se guiaban por su propio interés y estaba
claro que un director de periódico y un juez los usaban en sus estrategias y
venganzas. Cualquier persona informada más allá del ruido de la muy recurrente
crispación lo sabía. Pero eso no borraba las huellas de los crímenes ni llenaba
los huecos que dejaban los muertos en las camas. Detrás del resentimiento
vengativo de tantos contra un gobierno que querían desalojar para ocuparlo
ellos había un dolor real al que no se estaba haciendo caso. Hasta entonces
sólo había pedido justicia para su marido, que descubrieran a los asesinos, los
juzgasen y los condenasen. Ya no le bastaba con eso.
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