Un tal González, Sergio del Molino, p. 335
Aquel 27 de septiembre de 1994,
si no de fiesta, era un día de conclusión. Se cerraba el juicio por la
operación Nécora que empezó en junio de 1990, la intervención más audaz y
espectacular contra el poder del narcotráfico gallego. Una columna de guardias
civiles viajó desde Madrid al mando del juez instructor, Baltasar Garzón. Los
guardias gallegos no sabían nada porque muchos estaban comprados por los
clanes. Detuvieron a los traficantes de noche, en sus casas, mientras cenaban
con sus familias o disfrutaban de la velada sin la menor sospecha. Los metieron
en furgones y los llevaron a Madrid.
¿Qué había pasado? Las madres se
pasaban las informaciones de la sentencia, que acababa de anunciarse en el tribunal,
y no se las creían. Las penas más duras eran para los donnadies, para los
descargadores, camellos y gente de poca monta. Quince narcos quedaban
absueltos. Absueltos. ¿Cómo era posible? A Oubiña, a Portabales y a Paz Carballo
les habían impuesto penas ridículas, la mitad de las cuales ya las habían
cumplido en régimen preventivo, Y el jefe de los Charlines, uno de los mayores
narcotraficantes de la historia de España, acusado de meter en Europa decenas
de miles de kilos de cocaína, salía absuelto. ¿ Y la montaña de pruebas contra
ellos? ¿ Y los cuatro años de instrucción del caso? ¿Para qué habían servido? Pronto
se supo la razón: el juez Baltasar Garzón había cometido tantos fallos que
invalidó muchísimas pruebas de cargo. A los abogados de los narcos no les costó
mucho trabajo impugnarlas, aduciendo errores de procedimiento. Los más
desgraciados de la organización, que tenían peores abogados, cargaron con la
mayoría de las condenas. En su despacho del ministerio del Interior, el
biministro Juan Alberto Belloch no sabía si reír o llorar. Por una parte, le
indignaba casi tanto como a las madres gallegas que unos narcos durmieran esa
noche en sus casas de Vilagarcía de Aro usa o Cambados después de beberse todo
el albariño de la comarca para celebrarlo. Pero, por otro lado, le encantaba
que Garzón mordiese el polvo. Se le habrá derretido la gomina de la rabia,
pensaba. Todo lo que fastidiase a Garzón alegraba al gobierno.
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