Diarios 2, Rafael Chirbes, p. 285
Manda una burguesía salvaje,
voraz e impaciente, que ha renunciado a imponer cualquier modelo que se defina
por elevación. Especuladores que llegan de fuera con la idea de llevarse cuanto
antes su ración de tarta; y una burguesía local (y lodal) que aún no se ha
librado del poso de explotador rústico, despiadado, que trata a la tierra como
esclavo a su servicio, la España de Lorca y Benavente mal enterrada, que ahora
viaja a bordo de fulgurantes todoterrenos: codiciosos hijos de campesinos
reconvertidos en tres o cuatro decenios, incapaces de devolverle nada a la
tierra que aún embarra sus pies. Su altura estética la encuentran en los
programas televisivos, en la prensa rosa, en los gritos en el bar o en el campo
de fútbol, el estruendo de las tracas y la música empalagosa de los puticlubs
de carretera es el que empasta su espíritu. Hablan de grandes vinos, de comidas
en restaurantes de alta cocina, y se lo echan todo al gañote. Proceden también
ellos de un sombrío mundo precristiano, de un universo de dioses terrenales a
los que el futuro les parece tan improbable como el más allá. Ni siquiera han
capturado de la bolsa del cristianismo conceptos como los de la caridad, la
compasión o -hasta si me apuras- la mentira piadosa. Un laicismo despiadado que
no cree en Dios, ni en Marx, y se caga en la historia y en el porvenir (yo ya
no lo veré, no me lo comeré ni me lo follaré, ese futuro del que me hablas):
saben que, tras la carrera precipitada, llega el silencio por el que pasean
tristes las sombras. Se ríen -con razón- de ese «post tenebras spero lucem», que sirve de lema a Cervantes en su
Quijote.
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