Agosto de 2016
Estás sentada en el banco, el
bolso apretado contra las costillas con las dos manos, las pupilas
desenfocadas, como si te hubiesen intentado robar. Pero no te han robado. Hace
frío, lo notas sobre todo en los pies, y si estuvieras en condiciones de
pensar, pensarías, por ejemplo, que cuántas horas quedan para el amanecer. Pero
no piensas, y lo único que sientes es. Nada. Que te escuece el raspón en la
parte blanda de la rodilla. Ha tomado un color rosa húmedo, y duele horrores
cada vez que el pellejo pivota y pela un poco más de carne. No tenías ninguna
herida cuando has salido de casa. Seguramente te has arañado con esa mezcla de
arenilla y porquería que había en el suelo.
Al final de la calle, una farola
emite un zumbido discreto de electrodoméstico. Te sorbes los mocos. Llevas como
veinte minutos con la mirada perdida en una mancha de la sandalia. A ratos
cambia de forma, le crecen lóbulos, o se agranda. Pero no, en realidad no se
mueve, es solo una ilusión óptica, y en cuanto pestañeas reajusta de nuevo sus dimensiones
originales. Esa mancha, no la recuerdas tampoco.
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