Un tal González, Sergio del Molino, p. 246
La versión oficial de ETA culpó
al gobierno. Las tres llamadas de Domingo Troitiño demostraban, según los voceros
que no se cansaron de airearlo en la prensa abertzale, que no había ninguna
intención de hacer daño, que avisaron con tiempo para evacuar el centro y que
fue el Estado, sabedor de que había una bomba, el que permitió la matanza para
culpar a ETA y fomentar el odio de España contra la causa vasca. Insistieron
tanto que afloró una pequeña teoría de la conspiración. Algunos periodistas de verdad,
que no trabajaban en el periódico de ETA, se preguntaron por qué nadie ordenó
evacuar el sitio nada más recibir la primera amenaza.
La investigación sobre el
atentado descartó la mala fe, pero reveló una torpeza preocupante. No se evacuó
Hipercor porque no había protocolos para ello. Las policías y los servicios de
emergencia no estaban en contacto y no había canales eficaces para actuar con
rapidez. No se sabía a quién avisar ni qué número de teléfono había que marcar ni
quién tenía capacidad para ordenar qué. Aunque se tomaron en serio la amenaza,
la policía estaba entrenada para responder contra ataques a comisarías y
cuarteles. ETA nunca había puesto una bomba en un supermercado, no era su modus
operandi, y tampoco era normal que actuase en Barcelona. El tiempo que les
costó reaccionar a todas esas sorpresas fue el que le faltaba al temporizador
del coche para detonar la carga. A partir de entonces, todas las policías,
incluso los números del puesto más remoto de la guardia civil, fueron
entrenadas para responder con inmediatez a este tipo de llamadas. Los
recepcionistas de todos los medios de comunicación recibieron cursos para saber
qué hacer cuando sonaba el teléfono y una voz hablaba en nombre de ETA. Se
grababan las llamadas y se instalaron líneas directas de aviso a la policía
hasta en el periódico más insignificante de España. Los terroristas no
volvieron a coger a nadie por sorpresa, pero aquel 19 de junio la perplejidad de
un país quedaba bien representada en la actitud del guardia urbano que levantó
el teléfono y pidió, mientras se le caían los bolígrafos del cubilete, que le
confirmasen por favor si la bomba estallaría a las tres y media o a las cuatro
menos veinte.
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