Te quiero más que a la salvación de mi alma

Te quiero más que a la salvación de mi alma
Catalina en Abismos de pasión de Luis Buñuel

El Retablo de lsenheim


Diarios 2, Rafael Chirbes, p. 294

El Retablo de lsenheim. El Cristo crucificado, descomunal y deforme, parece haber sufrido algún tipo de mutación regresiva que pusiera en relación el reino de los hombres con el de los saurios: los pies, hendidos y tumefactos. Costaría reconocer que son pies si se vieran aislados del resto de la figura; las palmas de las manos clavadas al leño, de las que surgen unos dedos que parecen más bien patas de ave; el convulso movimiento de los cuerpos de las mujeres (también los dedos de la Magdalena se levantan y tuercen como garras). Pero, sobre todo, la piel. Repugna a la vista la piel del Cristo agonizante (en la tabla inferior, ya un cadáver), tumefacta, cubierta de llagas que parecen más fruto de una enfermedad que de los tormentos que le hayan infligido los sayones. Llagas y bubas atroces también en el individuo que -en otra de las tablas- contempla cómo los repugnantes diablos arrastran a San Antonio.

La representación del dolor en los personajes que velan al pie de la cruz muestra tal violencia que solo consigo asociarla con un grupo escultórico en terracota que vi en Bolonia, en Santa Maria della Vita, y que representa a las santas mujeres exhibiendo un dolor que conecta más con lo prehumano, con lo animal, que con cualquier concepto cristiano: dolor que no admite consuelo y suspende la razón. Sombrío, inconsolable e inexpresable: aullido. Pasaron casi quinientos años hasta que Munch pintó El grito. Pero he empezado diciendo que todo en el retablo resulta monstruoso: es monstruosa la colección de demonios, que, sin embargo, nos resulta próxima, contemporánea, como sacada de alguna de las pesadillas de nuestro tiempo, de un cómic; o como si Dalí y Max Ernst hubieran decidido vender alguna de sus pesadillas haciéndola pasar por un retablo del siglo XV. La propia imagen del Cristo transfigurado parece de un tiempo que no es el suyo. Más que un trabajo renacentista es el cuadro pintado por un hippie de los sesenta del siglo XX iluminado por una dosis de LSD: el color sutil, de una blancura casi transparente, del cuerpo del Cristo, la luz fosforescente del aura, todo me hace pensar en alguno de los pósters psicodélicos que estuvieron de moda en mi juventud, y también me parece sorprendentemente contemporánea la composición de los guerreros que yacen a sus pies. Por cierto, que el que yace tendido boca abajo y vestido con una armadura es, sin duda, una de las más bellas imágenes de la historia del arte.


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