Un tal González, Sergio del Molino, p.328
Eran buenos tiempos para la
prensa. Nunca se habían vendido tantos periódicos ni se había hecho tanto
dinero. Tradicionalmente, el periodismo en España había sido un oficio de
señoritos, porque muy pocos se hacían ricos con él, y sólo los niños de cuna
meneá podían ejercerlo, sin cobrar o cobrando miserias, porque la manutención
corría a cargo de la familia. Aunque Larra había cobrado más que la mayoría de
las estrellas de la tele del siglo XX, su caso era muy excepcional. Hasta la
transición democrática, los redactores eran profesionales esforzados y tirando
a humildes, golfos que se gastaban la paga en los bares, dormían de día y daban sablazos a la hora de cenar. A partir de
la década de 1980, esto cambió. Los sueldos mejoraron bastante y las posibilidades
profesionales se multiplicaron en un paisaje de nuevos medios y viejos
periódicos reformados que ingresaban mucho dinero y tenían accionistas
poderosos y generosos. Nunca se había trabajado con tantos recursos y tanta
libertad. En la década de 1990, con la apertura de las televisiones privadas,
las guerras por la audiencia de las radios y la fundación de periódicos como El
Mundo, la profesión entró en una orgía. Presentadores de Televisión Española
que habían ganado un sueldo decente se hicieron millonarios, a algunos
columnistas los fichaban como si fueran jugadores de fútbol y los locutores de
radio de la mañana iban a la emisora con chófer. La puesta de largo de la AEPI
fue en Marbella, la meca del lujo y de la beautifal people, porque Antonio Herrero,
locutor estrella de la Cope, tenía casas allí y pasaba parte del año entre los
ricos de Europa.
Esto sucedía en Madrid. En
Barcelona y en el resto de España el oficio seguía siendo paciente y artesano,
pero Madrid era más que una fiesta. Un martes cualquiera, a las tantas de la
madrugada, una cuadrilla de periodistas ricos desafinaba en torno al piano del
Toni 2 de la calle Almirante. Entre canción y canción de Manuel Alejandro, se jactaban
de las reputaciones que habían quemado en la pira de sus columnas. Tenía razón
Cebrián en su artículo cuando decía: «Las columnas de los diarios se utilizan
en ocasiones como puñales que asesinan famas, conciencias, carreras y vidas
privadas sin otra justificación, a veces, que la propia emulación personal del
periodista, sus rencores o venganzas, aunque la historia no encierre
ejemplaridad social, no tenga consecuencias para la comunidad y no resulte esclarecedora
de nada que no sea las propias ínfulas del informador».
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