El Reino, Emmanuel Carrère, p. 364
En La vida cotidiana en Roma en
el apogeo del imperio, Jéróme Carcopino se interroga sobre la población de la ciudad
en el siglo I y, tras haber dedicado tres páginas grandes a exponer, impugnar y
por último demoler las estimaciones de sus colegas, termina disculpándose de su
imprecisión proponiendo una cifra «que oscila entre 1.165.050 y 1.677.672
habitantes». Se sitúe la verdad hacia arriba o hacia abajo de esta sorprendente
horquilla, Roma era la ciudad más grande del mundo: una metrópoli moderna, una
auténtica torre de Babel, y cuando decimos torre hay que entenderlo
literalmente, porque bajo la presión incesante de aquellos inmigrantes, cuyo
número y costumbres deploraba Juvenal, había crecido verticalmente, un caso único
en la Antigüedad. Tito Livio habla de un toro que se escapa del mercado de
ganado y sube los escalones de un edificio hasta el tercer piso, desde donde se
lanza al vacío, sembrando el pánico entre los viandantes: este tercer piso lo
menciona de pasada, como si fuera evidente, cuando en cualquier parte que no
fuera Roma resultaría un dato de ciencia ficción. Los edificios se habían
elevado tanto desde hacía un siglo, se habían vuelto tan inseguros que el
emperador Augusto tuvo que prohibir que sobrepasaran ocho plantas, decreto que
los promotores se las ingeniaban para infringir por todos los medios.
Si señalo esto es para que al
leer en los Hechos que Pablo, cuando llegó a Roma, fue autorizado a alquilar un
pequeño alojamiento, nos lo representemos no como una de aquellas tiendas
habitadas que había siempre en las medinas mediterráneas, sino como un estudio
o un apartamento de dos habitaciones en uno de esos bloques que hoy conocemos
tan bien, donde se amontonan pobres indocumentados en la periferia de las
ciudades: degradados al instante después de construidos, insalubres, explotados
por arrendadores abusivos que los estrechan todo lo que pueden, con paredes
finas como el papel para no perder espacio y escaleras donde la gente mea y
caga sin que nadie las limpie. Sólo había verdaderos retretes en los bellos domicilios
horizontales de los ricos, y eran una especie de salones fastuosamente
decorados, provistos de un círculo de sillas que permitían aliviarse mientras
conversaban. Los pordioseros que ocupaban los edificios alquilados debían conformarse
con letrinas públicas que además estaban lejos, y las calles al caer la noche
se volvían peligrosas: antes de salir a cenar, dice también Juvenal, más valía
haber hecho testamento.