Te quiero más que a la salvación de mi alma

Te quiero más que a la salvación de mi alma
Catalina en Abismos de pasión de Luis Buñuel

ROMA


El Reino, Emmanuel Carrère, p. 364

En La vida cotidiana en Roma en el apogeo del imperio, Jéróme Carcopino se interroga sobre la población de la ciudad en el siglo I y, tras haber dedicado tres páginas grandes a exponer, impugnar y por último demoler las estimaciones de sus colegas, termina disculpándose de su imprecisión proponiendo una cifra «que oscila entre 1.165.050 y 1.677.672 habitantes». Se sitúe la verdad hacia arriba o hacia abajo de esta sorprendente horquilla, Roma era la ciudad más grande del mundo: una metrópoli moderna, una auténtica torre de Babel, y cuando decimos torre hay que entenderlo literalmente, porque bajo la presión incesante de aquellos inmigrantes, cuyo número y costumbres deploraba Juvenal, había crecido verticalmente, un caso único en la Antigüedad. Tito Livio habla de un toro que se escapa del mercado de ganado y sube los escalones de un edificio hasta el tercer piso, desde donde se lanza al vacío, sembrando el pánico entre los viandantes: este tercer piso lo menciona de pasada, como si fuera evidente, cuando en cualquier parte que no fuera Roma resultaría un dato de ciencia ficción. Los edificios se habían elevado tanto desde hacía un siglo, se habían vuelto tan inseguros que el emperador Augusto tuvo que prohibir que sobrepasaran ocho plantas, decreto que los promotores se las ingeniaban para infringir por todos los medios.

Si señalo esto es para que al leer en los Hechos que Pablo, cuando llegó a Roma, fue autorizado a alquilar un pequeño alojamiento, nos lo representemos no como una de aquellas tiendas habitadas que había siempre en las medinas mediterráneas, sino como un estudio o un apartamento de dos habitaciones en uno de esos bloques que hoy conocemos tan bien, donde se amontonan pobres indocumentados en la periferia de las ciudades: degradados al instante después de construidos, insalubres, explotados por arrendadores abusivos que los estrechan todo lo que pueden, con paredes finas como el papel para no perder espacio y escaleras donde la gente mea y caga sin que nadie las limpie. Sólo había verdaderos retretes en los bellos domicilios horizontales de los ricos, y eran una especie de salones fastuosamente decorados, provistos de un círculo de sillas que permitían aliviarse mientras conversaban. Los pordioseros que ocupaban los edificios alquilados debían conformarse con letrinas públicas que además estaban lejos, y las calles al caer la noche se volvían peligrosas: antes de salir a cenar, dice también Juvenal, más valía haber hecho testamento.


INCIPIT 1.255. EL LIBRO DEL GENESIS LIBERADO


CUANDO, AL PRINCIPIO, Elohim creó los cielos y la tierra, la tierra no tenía forma ni orden, la oscuridad cubría la superficie del abismo y el espíritu de Elohim revoloteaba sobre la superficie de las aguas. Y entonces dijo Elohim:

-¡Que haya luz!

Y hubo luz. Y Elohim vio que la luz era buena, y separó Elohim la luz de la oscuridad; a la luz la llamó día y a la oscuridad la llamó noche. Y anocheció, y amaneció. Día uno.

Y dijo Elohim:

-¡Q¡e haya una bóveda en medio de las aguas para que separe unas aguas de las otras!

Y creó Elohim la bóveda, separando así las aguas de debajo de las de arriba. Y a la bóveda Elohim la llamó cielos. Y anocheció, y amaneció. Día dos.

A continuación, dijo Elohim:

-¡Q¡e se reúnan en un solo lugar las aguas que están debajo de los cielos para que aparezca lo seco!

Y así se hizo. Y Elohim llamó a lo seco tierra, y a la reunión de aguas la llamó mares. Y Elohim vio que aquello estaba bien.

Y dijo Elohim:

-Qie la tierra haga brotar verdor, hierba de la que surjan plantas, y que los árboles frutales den sobre la tierra frutos según la naturaleza de sus semillas.


INCIPIT 1.254. LA CENIZA DE LA VIDA / JOSEP PLA


Historia de Gervasi

Los núcleos de la política del Emparda han sido siempre las tabernas. Hay tabernas antiguas, que en tiempos de elecciones se convierten en clubes, sobre todo si las votaciones coinciden con la llegada del vino nuevo. Entonces se mezcla la libación consciente y organizada con la dialéctica, que la administración de la cosa pública ha provocado eternamente. En estas tabernas hay un punto de confluencia muy curioso entre la broma oriental que colea por las sotabarbas de los bocoyes y las doctrinas políticas austeras y glaciales, aunque estas doctrinas se presenten, en estos establecimientos, con un aire chapucero y primario.

Estas tabernas no varían. Antes se alternaban La Marsellesa y el Vals de las olas. Ahora se cantan La Internacional y el cuplé. La gente es siempre igual. Son las canciones las que pasan.

La taberna de Gervasi es muy importante y, si bien ha tenido épocas de mayor o menor renombre político, no hay otra en Palafrugell,  que por lo que se refiere a la libación, se le pueda comparar.

Si tuviésemos que hacer la historia de la taberna de Gervasi, tendríamos que presentar la historia de nuestra querida villa natal. Esta historia sería curiosa porque, además de ser muy corta, tendría la particularidad de no contener ni hechos gloriosos ni personajes de fama y de renombre. Sospecho que esta falta de tradición brillante entristecería a mucha gente. A mí me encanta haber nacido en un pueblo que no ha producido ningún redentor ni ningún coleccionista


PANADERIAS


El Reino, E. Carrère, p. 160

¿De verdad? ¿Era tan sencillo? Nos cuesta un poco aceptarlo. Al instante pensamos en un cisma, en una herejía. Es porque estamos acostumbrados a considerar que todas las religiones son más o menos totalitarias, mientras que en la Antigüedad no lo eran en absoluto. Sobre   este punto, como sobre muchos otros relativos a la civilización grecorromana, me remito a Paul Veyne, que no es sólo un gran historiador sino un escritor maravilloso. Como Renan, me ha acompañado a lo largo de los años dedicados a escribir este libro, y siempre he disfrutado de su compañía: de su alacridad, su gracejo, su gusto por el detalle. Pues bien, Paul Veyne dice que los lugares de culto en el mundo grecorromano eran pequeñas empresas privadas, el templo de Isis de una ciudad tenía con el templo de Isis de otra la misma relación que, pongamos, dos panaderías entre sí. Un extranjero podía dedicar un templo a una divinidad de su país del mismo modo que abriría hoy día un restaurante de especialidades exóticas. El público decidía si entraba o no. Si aparecía un competidor, lo peor que podía ocurrir era que se llevase a la clientela, como le reprochaban a Pablo que hiciera.Ya los judíos se despreocupaban menos de estas cuestiones, pero fueron los cristianos los que inventaron la centralización religiosa, con su jerarquía, su Credo válido para todo el mundo, sus sanciones para quien se aparta del sistema. Esta invención, en la época de que hablamos, ni siquiera se hallaba todavía en sus balbuceos. Más que a una guerra de religiones, cuyo simple concepto era incomprensible para los antiguos, lo que trato de describir se parecía más a un fenómeno que se observa a menudo en las escuelas de yoga y de artes marciales, y sin duda en otros círculos, pero yo hablo de lo que conozco. Un alumno adelantado se decide a enseñar y arrastra con él a una parte de sus condiscípulos. El maestro rezonga, más o menos abiertamente. Algunos alumnos, con ánimo de concordia, siguen un curso con uno, otro curso con el otro y dicen que está bien, que los dos se completan. Al fin y al cabo, la mayoría elige.


LA TRANSUBSTANCIACION


El Reino, Carrère, p. 84

Sabemos cómo se hace esto. Comenzó hace dos mil años y no se ha interrumpido nunca. Antiguamente, y todavía hoy en algunos ritos, se practicaba realmente con pan: el pan más vulgar, el que amasa el panadero. Hoy, entre los católicos, son esas pequeñas obleas blancas, de consistencia y sabor a cartón, que llamamos hostias. En un momento de la misa, el sacerdote declara que se han convertido en el cuerpo de Cristo. Los feligreses hacen cola para recibir cada uno la suya, en la lengua o en el hueco de la mano. Vuelven a su sitio bajando los ojos, pensativos y, si creen en ello, interiormente transformados. Este rito de una rareza inverosímil, que se refiere a un acontecimiento preciso, sucedido hacia el año 30 de nuestra era y que constituye la médula del culto cristiano, lo celebran actualmente en todo el mundo centenares de millones de personas que, como diría Patrick Blossier, no están, por lo demás, locos. Algunas, como mi suegra o mi madrina, lo practican todos los días sin falta, y si por casualidad están enfermas hasta el punto de no poder acudir a la iglesia hacen que les lleven el sacramento a su domicilio. Lo más extraño es que la hostia no es nada más que pan. Sería casi tranquilizador que fuese un hongo alucinógeno o un secante impregnado de LSD, pero no: es solamente pan. Al mismo tiempo es Cristo.

Es obvio que se puede dar a este ritual un sentido simbólico y conmemorativo. El propio Jesús lo dijo: «Haced esto en memoria mía.» Es la versión light del asunto, la que no escandaliza a la razón. Pero el cristiano hard cree en la realidad de la transubstanciación, ya que es así como la Iglesia denomina a este fenómeno sobrenatural. Cree en la presencia real de Cristo en la hostia. Sobre esta línea de cresta se opera la división entre dos familias espirituales. Creer que la eucaristía es sólo un símbolo es como creer que Jesús no es más que un maestro de sabiduría, la gracia una forma de método Coué o Dios el nombre que damos a una instancia de nuestro espíritu. En este momento de mi vida, yo me opongo: quiero formar parte de la otra familia.


PAUSANIAS


Los griegos antiguos, Edith Hall, p. 315

Nacido en Lidia, no lejos de Esmirna, la ciudad de Arístides, en su época el emperador Adriano fomentaba el interés en Grecia; en efecto, en 131-132 d. C. reorganizó un grupo de antiguas ciudades griegas con el nostálgico título de los Panhellenion.  Así y todo, no es imposible poner demasiado el acento en la presencia del proyecto imperial romano en Pausanias, que viajó, investigó, tomó nota, entrevistó a nativos y acumuló recuerdos a lo largo de veinte años; de todo ese trabajo surgieron los diez volúmenes de su Hellades periégesis, la Descripción de Grecia, aún hoy base de las guías de los sitios griegos antiguos, que ha facilitado nuestra comprensión de los edificios y obras de arte de aquellos días. Es a Pausanias, por ejemplo, a quien debemos la descripción detallada de la única de las siete maravillas del mundo de la Grecia continental, la estatua de Zeus, en Olimpia, obra de Fidias. Cuenta Pausanias que el dios, hecho de oro y marfil, aparecía sentado en un trono, con el torso desnudo: en la cabeza, una guirnalda de ramas de olivo; en la mano derecha, una Niké, y en la izquierda el cetro, de metales diversos y rematado con un águila. Las sandalias y el manto también eran de oro, y este último tenía bordados de animales y flores de lis.

Pausanias inventó la literatura de viajes; pensaba que viajar era bueno por sí mismo y que el arte y la arquitectura solo podían apreciarse viéndolos directamente, una idea que lo distinguió de la mayor parte de sus contemporáneos, para quienes la evocación escrita de las obras de artes plásticas era admirable en sí misma. Pausanias colocó todos los objetos y edificios que visitó lo más lejos posible en relación con su propio contexto histórico. Investigó los epítetos antiguos de los dioses, se esforzó por localizar emplazamientos poco conocidos y llegó a emprender un arduo viaje por caminos de montaña solo porque había oído hablar de una estatua de Deméter en particular, si bien al llegar a su destino descubrió que llevaba siete años desaparecida. Esperó horas ilusionado con la posibilidad de oír, cerca de Kleitor (Kato Klitoria), al legendario pez que cantaba como un tordo, pero también esa excursión lo decepcionó. Fue también un epigrafista excelente que descifró y puso por escrito en griego inscripciones en dialectos locales poco conocidos que encontró en piedras viejas y gastadas. Su exactitud a la hora de localizar emplazamientos antiguos era admirable: Heinrich Schliemann, el arqueólogo que excavó Troya, se valió de los textos de Pausanias para descubrir la histórica Micenas.


PANATENEAS


Los griegos antiguos, Edith Hall, p 196

El festival ateniense más importante eran las Panateneas, a finales del primer mes del año nuevo, equivalente a junio. Con nueve meses de antelación se elegía a dos muchachas adolescentes de la alta aristocracia, que vivirían en la Acrópolis. Bajo la dirección de la sacerdotisa de Atenea y con la ayuda de once niñas menores que ellas, tejían una túnica nueva para la estatua de Atenea Palias, una suntuosa tela con las hazañas más célebres de la diosa. El punto culminante del festival se inspiraba en la esencia de los ritos básicos antiguos y comenzaba la noche del vigésimo octavo día del mes con una carrera de antorchas que iluminaban el cielo estival. Los cantos y bailes rituales de las sacerdotisas de Atenea se prolongaban hasta el amanecer. A primera hora de la mañana se sumaban a las actividades coros de hombres y niños, y el festival culminaba con una magnífica procesión y los sacrificios.

La procesión era una muestra de la variedad de grupos que configuraban la identidad imperial ateniense y de las relaciones entre ellos. Participaban los ganadores de las competiciones, generales, ancianos respetados que llevaban ramas de olivo, caballerías y, probablemente, algunos soldados jóvenes en fase de instrucción (los efebos). Las mujeres, con sus cestas, formaban una concurrida sección. Los ciudadanos celebraban el carácter abierto y multiétnico de su comunidad; en la procesión también desfilaban no atenienses, y no solo metecos portadores de bandejas con pan y pasteles, seguidos de sus mujeres e hijas con banquetas plegables, sino también representantes de las naciones aliadas y las colonias. Los atenienses cerraban el desfile en masa, organizados en contingentes según su demo de procedencia. El momento culminante era la presentación de la túnica nueva para la vieja estatua, que pendía de palos como la vela de un mástil en una carroza alegórica que quizá se asemejaba a un barco. Después de congregarse junto a las murallas de la ciudad, la procesión serpenteaba por el ágora hasta llegar a la Acrópolis. En el altar de Atenea Palias se sacrificaban cien cabezas de ganado y de la carne asada se repartían porciones iguales entre los representantes de todos los demos.

Cada cuatro años se celebraban las Grandes Panateneas, y las puertas de Atenas se abrían de par en par a los visitantes de todo el mundo griego. Duraban doce largos días, amenizadas con música, torneos gimnásticos y regatas en la costa. Los otros años también se celebraban unas Panateneas menos espectaculares; es posible que durasen apenas dos días. Las Panateneas Menores se dirigían sobre rodo a los atenienses, e incluían algunas competiciones, la danza con armadura, llamada pírrica, carreras de caballos y el curioso concurso de belleza masculina abierto solo a los ciudadanos.


GORRIONES


La ceniza de la vida, Josep Pla, p.582

-Amigo Vinyals -le dije mientras la gente, cabizbaja, se dispersaba-, me parece que acabamos de ver un espectáculo instructivo e impresionante. El pingüino engulló al gorrión con la misma facilidad con la que nosotros nos tragamos un terrón de azúcar a la hora del café. El hecho, en sí, es lamentable. Los gorriones son unos animalillos divertidos y risueños que se pasan la vida fornicando ante los ojos del público. Los gorriones son, quizá, los seres más venéreos y genésicos de la creación. No es que nosotros, los hombres, lo veamos. Nuestra vista no tiene suficiente precisión para ver ciertas delicadezas. Los naturalistas y los observadores, sin embargo, nos lo demuestran ayudados por sus complicados instrumentos. Por la mañana, sobre todo, los gorriones pían que es un contento. Pues bien, parece que el griterío matinal de esos minúsculos pájaros noes más que una serie de gritos espasmódicos de voluptuosidad. Sus, maneras eróticas son rapidísimas y la forma de su voluptuosidad no puede resistir más de un cuarto de segundo. Son muy breves pero lo hacen a menudo. Dios los ha hecho así. Sin embargo, es cierto que el pingüino se lo ha comido sin ningún tipo de consideraciones y que no ha quedado ni una pluma del gorrión; ese es hecho esencial.


LLETRAFERIT


La ceniza de la vida, Josep Pla, p. 513

Una aventura en el Canal

Entre los papeles de mi difunto amigo Santaniol he encontrado las notas que siguen, interesantes a mi juicio. Por parte de su familia Santaniol recibió una educación destinada a que entrase en la carrera diplomática. El objetivo se cumplió, pero el temperamento de mi amigo sufrió muchísimo. No le hizo nunca ilusión ni la burocracia, ni el despacho. En la Universidad, sus amigos opinábamos que era un amante de las letras. La palabra lletraferit es una de las que producen más angustia de toda la lengua catalana. Considerar que un amante de las letras es en cierta manera un herido, implica un fondo de barbarie primigenia y popular, delirante. Esto no quiere decir que sea el pueblo quien haya inventado la palabra. La palabra fue inventada por la fuerza ciclópea de los que han entorpecido la existencia, en este país, de una cultura propiamente civil, absolutamente profana. En el despectivo dramatismo de la palabra han colaborado el pueblo, las familias. Y así han ido las cosas, y así continúan yendo.

Santaniol escribió mucho. Todo lo que fue observando a lo largo de su corta vida trató de dibujarlo, o al menos de hacer pequeños croquis animados. En esa tarea puso más curiosidad y ardor que en su carrera de funcionario. Murió prematuramente, siendo cónsul en una población de Europa central. Las notas a que he hecho referencia vienen a continuación: 



INCIPIT 1.253. OBRA MAESTRA / JUAN TALLON


Natividad Pulido, periodista. Enero de 2006. En el segundo casi exacto en que se apagaron las luces del teatro, y la oscuridad y el silencio quedaron perfectamente mezclados, se formó esa atmósfera tan característica, cuando la obra está a punto de empezar y tú te preguntas cómo. Es muy emocionante siempre. Me acomodé en la butaca una vez más. Yo nunca acabo de acomodarme, en realidad, es un defecto horrible, desesperante, siempre hay una arruga en la ropa que me incordia, o un picor que empieza en un brazo y acaba en un tobillo, o una postura incómoda, o una cabeza por delante que se mueve y dificulta mi visión, o cualquier otra cosa por el estilo. Es raro que me esté del todo quieta dos minutos seguidos. Más de dos minutos significa que estoy muerta, seguramente.

A mi lado, en cambio, estaba mi compañera Inés, que es una estatua humana, como un ladrillo en la pared. Creo que no tiene sistema nervioso. Me produce admiración esa forma en la que parece olvidar que el cuerpo es irascible y se pasa la vida levantando quejas. Puede estar una hora sin cambiar de postura, sin mover una pierna, sin sacudirse la melena, sin aclararse la voz, sin tocarse la cara


DE MACONDO


Gabriel García Márquez: Historia de un deicidio, Mario Vargas Llosa, p. 203

Del mismo modo que su vida personal y la vida de su comunidad, la vida cultural de su país ejerce sobre él un cierto condicionamiento -una invisible presión para que oriente su vocación en un sentido dado-, que podrá serle muy útil, si es capaz de utilizar esa tradición como un punto de partida, para ir más adelante, vitalizando o renovando las estructuras ideológicas, míticas y lingüísticas de su mundo, o que, al contrario, podrá ser para él un lastre, un freno que lo reducirá al papel del repetidor o del epígono si no tiene el genio necesario (la energía, la paciencia, la terquedad) para romper la coacción cultural del propio medio. En este último caso, pertenecer a un mundo civilizado es una grave desventaja: la rica tradición cultural propia es, también, una mole que sofoca la originalidad, que modera la ambición, que amortigua y mata lo esencial de la vocación de un deicida: la rebeldía contra la realidad. Una rica tradición literaria puede canalizar esta rebeldía, enrumbándola por las formas ya establecidas en el pasado, en las que se mecanizará y desvanecerá. Para el suplantador del Dios bárbaro, al principio, la falta de tradición cultural traerá sólo desventajas. Tener que inventarse, librado a sus propias fuerzas, una cantera de la cual extraer los materiales literarios e ideológicos útiles para su vocación es una empresa difícil y penosa, en la que, a cada paso, corre el riesgo de extraviarse. Sin una tradición propia, el bárbaro no tiene más remedio que sentirse dueño de la cultura universal. A muchos, esta infinita posibilidad los reduce a caricaturas. Es decir a mimos, a ventrílocuos de ideas y de formas heterogéneas, no integradas a las experiencias personales e históricas que nutren su vocación, y, por lo tanto, no funcionales como material de trabajo. De ahí esas ficciones en las que escritura, estructura y asunto son forzadas yuxtaposiciones, elementos alérgicos uno al otro, amalgamas absurdas en las que, en vez de una visión integradora, existen varias, desintegradoras de la unidad de la ficción. El deicida bárbaro corre el riesgo -como los hombres de Macondo- de descubrir a cada rato la pólvora. Sin el soporte de una tradición viviente y universal, sus ficciones pueden ser vehículos de mistificaciones, falsificaciones o errores que la inteligencia y el conocimiento humano ya superaron, o meros anacronismos. Si el peso de una sólida tradición cultural puede reducir al civilizado a la condición de epígono, una tradición pobre o nula fomenta la improvisación, la indisciplina mental, la estúpida arrogancia que da la semicultura, la chabacanería y el espíritu provinciano.


Salvador Rodríguez, vigilante jurado.


Obra maestra, Juán Tallón, p. 124

Salvador Rodríguez, vigilante jurado. Septiembre de 1996. Llegué un poco antes de las ocho, aparqué el coche junto a la parte de atrás de la nave y saludé al único empleado que había a esas horas, y que se marchó enseguida, como si sospechase que alguien lo perseguía para matarlo. Un coche funebre se detuvo en la carretera, a la altura de la entrada y se subió. Casi todos los días se detenía a recogerlo el mismo vehículo, conducido por una mujer. Quizá fuese su esposa, que trabajaba en una funeraria. El coche siempre iba vacío, sin muerto. Me llamaba la atención que arrancaba a toda velocidad. En el instituto, yo me había subido una vez a un coche así. Fue un día en que iba a clase y de pronto oí un claxon, me volví y vi que me llamaban por el apellido desde el asiento del pasajero de un coche funebre. Era un compañero de clase. «Qué cochazo», dije. «Súbete, que te llevamos», me propuso mi amigo, que iba con su padre. Pregunté si tenía que ir atrás, tumbado. Era lo que me pedía el cuerpo, hacer el payaso. Me pasé una semana contándolo.


FOLLAR CON FRAGA


Obra maestra, Juan Tallón, p. 128

Carlos Solchaga, patrono del Reina Sofía. Marzo de 2006. Coincidí con el ministro del Interior en un acto del Instituto Cervantes. Nos habíamos visto ya tres o cuatro veces antes. José Antonio Alonso es alguien a quien tengo respeto. Antes de acercarme me sumé durante unos minutos a un grupo alrededor de Manuel Fraga, que estaba sentado en una silla y que ese mismo día había recibido su acreditación como senador. Tenía un bastón entre las piernas y, aunque cansado, parecía de buen humor. Hablaba de sus veladas nocturnas con Elke Sommer, Anita Ekberg y Audrey Hepburn. «Nunca fueron a más», le oí decir. Y añadió: «Estaba muy enamorado de mi mujer y de España.» «¿Y con Ava Gardner qué?», le preguntó Ruiz-Gallardón, para tirarle de la lengua. Cada vez que veía a Gallardón me preguntaba en qué momento iría al baño. Por alguna casualidad, cuando coincidíamos en algún evento, siempre llegaba con ganas de mear. Fraga lo miró sin asombro y movió la cabeza vagamente, como el que no se lamenta de una gran oportunidad perdida porque tiene más. «Me invitó a tomar una copa y yo, para su sorpresa, me excusé diciendo que tenía trabajo y estaba muy ocupado. Días después, en casa de otra persona, me vio llegar y se fue. Supongo que no le había sentado bien que le diese calabazas.»

La ministra de Cultura se dio la vuelta y se alejó susurrando: «Lo que hay que oír.» Lo dijo lo bastante alto para que la oyeran y lo bastante bajo para que no estuviesen seguros de lo que había dicho. Y o la entendí perfectamente. Me acerqué a ella. «Carmen, farfullas.» Movió la cabeza como antes lo había hecho Fraga, pero en su caso como quien está un poco cansado de aguantar tonterías. «Me pregunto si este dinosaurio sabrá que Ava Gardner le llamaba "Mr. Bragas", y no cariñosamente.»


INCIPIT 1.252. CORRESPONDENCIA 1928-1940 / TW ADORNO W BENJAMIN


I. BENJAMIN A WIESENGRUND-ADORNO

BERLÍN, 2/7f1928

Querido Sr. Wiesengrund

Sus amables líneas* me han dejado con la agradable sensación de expectativa respecto del "Schubert".** Porque entiendo que a este alude usted. Ojalá entretanto haya podido darle un cierre feliz. ¿Me permite que me adelante y le pida ya su consentimiento para compartir el manuscrito también con Bloch?

* La correspondencia entre Benjamin y Adorno, quienes se conocieron en Frankfurt en 1923 y desde entonces se volvieron a encontrar para diversos debates en Frankfurt y una vez-en septiembre de 1925- también en Nápoles, parece no haber comenzado hasta el verano de 1928, luego de que Adorno residiera durante varias semanas en Berlín en febrero de ese año y así se generara una mayor cercanía y familiaridad entre ambos. Las cartas de Adorno a Benjamin hasta 1933, año en que Benjamin tuvo que abandonar Alemania de manera definitiva, en el mes de marzo, quedaron en la última vivienda de este y se dan por perdidas.

** Cfr. Theodor W. Adorno, "Schubert", Die Musik, vol. 21, n° 1, 1928, pp. 1-12; ahora en Theodor W Adorno, Gesammelte Schriften, edición de Rolf Tiedemann con la colaboración de Gretel Adorno, Susan Buck-Morss y Klaus Schultz, t. 17: Musikalische Schriften W. Moments musicaux. Impromptus, Frankfurt, 1982, pp. 18-33 (a continuación, se hará referencia a la edición en veinte tomos de las Gesammelte Schriften de Adorno con las siglas GS y el número arábigo para el volumen). Del artículo en cuestión no se conserva un "manuscrito". [Escritos musicales N, trad. de A. Gómez Scheenkloth y Alfredo Brotons Muñoz, Obra completa 17, Madrid, Akal, 2008].


INCIPIT 1.251. ORDENES SAGRADAS / BENJAMIN BLACK


Al principio pensaron que era el cuerpo de un niño. Más tarde, cuando lo sacaron del agua y vieron el vello púbico y las manchas de nicotina en los dedos, se dieron cuenta de su error. Hombre, al final de la veintena o al principio de la treintena, completamente desnudo excepto por un calcetín, el izquierdo. Tenía hematomas en la parte superior del torso y su rostro estaba tan desfigurado que incluso a su propia madre le habría costado reconocerlo. Una pareja de enamorados lo había descubierto, un pálido resplandor entre el muro del canal y el flanco de una barcaza amarrada. La chica llamó a la policía y el sargento que estaba en recepción pasó el aviso al despacho del inspector Hackett, pero Hackett ya se había marchado y quien respondió fue su ayudante, el joven Jenkins, que estaba en su cubículo, detrás de las celdas, escribiendo sus informes semanales.

-Un cuerpo flotando, mi sargento -dijo el hombre en recepción-. En Mespil Road, bajo el puente de Leeson Street.

La primera reacción del sargento Jenkins fue llamar por teléfono a su jefe, pero cambió de idea. A Hackett le gustaba dormir tranquilo y no se tomaría bien que le interrumpieran el sueño. Había dos compañeros en la sala de guardia: Quinlan, del cuerpo de motoristas, y otro, que había hecho una pausa en su ronda para tomar una taza de té. Jenkins les dijo que necesitaba su ayuda.

Quinlan estaba a punto de acabar su turno y la perspectiva de continuar trabajando no le agradó.

-Le prometió a su esposa que regresaría pronto -dijo el otro, Hendricks, guiñando u n ojo, y se rio burlón.


A MATANZA DO PORCO


El hijo del Capitán Trueno, Miguel Bosé, p. 94

Así, entre chillidos desgarradores, dentelladas y bocaos, el bicharraco era arrastrado. Luego, a patadas y zancadillas, se le derribaba y ataban las patas para someterlo, lo que aumentaba la desesperación del animal, que se sabía a punto del sacrificio. Entre cuatro se le subía a la mesa y tumbándolo de costado se le sujetaba a base de músculo.

En ese momento, el matancero nos miraba a los chicos de lacasa, y mientras afilaba a piedra un largo y puntiagudo cuchillo, preguntaba: «¿A ver ... a quién le va a tocar?». Todos los valientes levantábamos el brazo pidiendo la vez y él asignaba los turnos. «Primero vas tú, Miguelito, luego va Manolo, después le toca a Jose», y así en adelante. Nos remangábamos bien hasta arriba y tomábamos nuestros puestos a pie de barreño. Entonces, el verdugo, de un golpe seco y profundo, hundía su filo en la garganta del animal hasta el puño, retorciendo el mango. La sangre empezaba a brotar a borbotones, luego en un chorro constante que no  cesaba durante los largos minutos que duraba la agonía. Pero hasta que se apagaba la vida, la lucha era violenta y estridente. Nosotros recibíamos la sangre caliente del animal en el barreño, y para evitar que cuajara teníamos que revolverla sin cesar, dándole vueltas con el brazo, sin parar, hundiéndolo hasta por encima del codo, abriendo y cerrando la mano dentro por si atrapábamos algún coágulo poder deshacerlo. Era muy placentero.

Sentir cómo la temperatura de una vida pasaba a otra, que la que un cuchillo se llevaba servía para calentar la mía, era un éxtasis, me provocaba una sensación de bienestar y de inmensa paz. Se daba un momento en el que los ensordecedores berridos que había que soportar a un palmo de distancia entumecían el tímpano, y de golpe nada, silencio y vacío absoluto. Se caía en una especie de mareo, justo al borde del desmayo, y ahí quedabas suspendido. Ese ritual estaba entre mis cinco favoritos en absoluto y muy alto en esa lista.

Se derramaban muchos litros de sangre caliente de cada animal, muchos, uno tras otro. Su olor era dulce y manso, como su sabor; una vez terminado el turno, se llevaban el barreño y el brazo ensangrentado se convertía en una herramienta de juego con la que perseguirnos y embadurnarnos.


PICASSO


El hijo del Capitan Trueno, Miguel Bosé, p. 206

Picasso estaba locamente enamorado de la Tata y calladamente lo llevaba en la mirada. No era un imaginar, no. Ni un rumor tampoco. Lo estaba de verdad. Y aunque él supiera que era una hazaña imposible, perdida ya de entrada, así se comportara como un gallo o con indiferencia, su timidez y torpeza en el trato le delataban. Cuando fue soltándose y tomando confianza, empezó con la Broma primero. luego entró en fase de adolescente aturdido. Después pasó al piropo osado y, finalmente, acabó por confesarlo y hacerlo público.

Escudado y confiado en que nadie iba a tomárselo en serio, un buen día se le declaró, ¡y cómo! Más seguro se sentía, más lo pavoneaba. Y si se terciaba, tras las broncas con Jacqueline, se lo espetaba a la cara para humillarla. Lo gritaba, y bien alto, para que resonase en cada rincón de la casa, que la Tata era la mujer que él hubiese deseado encontrar en su vida, que era como habían de ser las mujeres, cariñosas, discretas, atentas con su hombre y buenas cocineras además de guapas sin necesidad de arreglarse. Esto último alzando la voz. Y ahí lo dejaba caer, como jarro de agua fría.

De la Tata le gustaba todo. Durante una cena, presentes su hijo Paulo, mi hermana Lucía y yo, le preguntó que si se casaría con él. La Tata, bajando la mirada, sacudió la cabeza muy azarada, sonrojó y, haciendo oídos sordos, siguió con su quehacer de servir la mesa. Unos segundos más tarde y en un tono más serio, Pablo le volvió a insistir: «Tata, ¿algún día te casarías conmigo?». Entonces ella respiró hondo y le contestó: «Está usted loco, don Pablo, usted ya tiene a la señora Jaquelín y yo a mis tres hijones, que Dios me ha dado sin tener que aguantar a ningún marido, que son mi vida y a los que tengo el compromiso de cuidar, o sea que olvídese». Así que, con sumiso respeto y un rubor casi oriental, le llenó despacio su plato hondo de sopa y, tras ese breve suspense tenso de sensualidad, desapareció por la puerta de la cocina. Pablo se quedó respirando embelesado el aire de su estela, más cautivado y cautivo de ella que antes, a ser posible. Así, con esa cara atolondrada, debió de verse en el reflejo de su caldo humeante, y metiendo la cuchara en él, empezó a sorberse.


HELMUT BERGER


El hijo del Capitán Trueno, M Bosé.p. 386

Helmut era un buen chico que vivía más asustado que un huérfano. Cada despertar, tras ducharse y asearse, todavía entumecido y resacoso, se acurrucaba en el regazo de mi madre, desplegaba sus encantos y, mimoso, sollozaba todo el arrepentimiento por sus malos comportamientos, arte del que tenía un manejo maestro. Esa era la imagen recurrente de cada día después, la que mi madre esperaba como agua de mayo, la del consuelo a su niño malo,  acariciándole el pelo, reconfortándole, mientras yo moría de celos.

Nunca en la vida ella me había amparado en sus brazos como a él, ni me había consolado de nada, ni acariciado con tanta mansedumbre. Cierto, yo no era así de malo, o por lo menos no de esa manera, y tal vez no me lo merecía, llegué a pensar. Pero no podía soportar ese retrato. Me hervía la sangre, y deseaba que hiciera sus maletas y se largara. Ya estaba bien de tanto mamoneo. Se convirtió en un hijo más, y así lo proclamaron. Mi madre hizo pública su adopción, y todas (no había más que mujeres en la familia), quedaron encantadas con la noticia. Menos yo.

Helmut me retaba con la mirada, como cuando uno consigue desplazar a otro en el corazón de alguien. Se la juré y juré detestarlo para los restos. Nadie iba a arrebatarme el principado en aquella casa. Y menos un intruso austríaco, vicioso y canalla, por mnuy bello y deseable que fuese. No podía quitarle los ojos de encima.

Ni él me los quitaba a mí. La rivalidad se hizo pavoneo, el pavoneo una contienda, la contienda un lance, el lance un desafío, un vis a vis, un acercamiento, una atracción, un deseo incontenible, un abrazo estrangulado de caricias, unos besos robados en cada esquina y, finalmente, una cama, en silencio, callada, puerta con puerta, noche tras noche, una pasión salvaje, piel contra piel, sexo, mucho sexo, transpiración a mordiscos, e, inevitablemente, caímos enamorados.

La clandestinidad que tuvimos que establecer tenía todos los ingredientes del morbo. En la mesa, siempre hacíamos por sentarnos al lado, corno por pura casualidad, y por debajo nos tocábamos hasta estremecernos, abultados de deseos urgentes que abrían braguetas y masturbaban manos, mientras se mantenía la compostura y la cara.


LA VIOLACIÓN QUE NO SE ESTÁ MOSTRANDO


La palabra que aparece, E Díaz Alvarez, p. 200

En la relación de la destrucción de la Segunda Guerra Mundial suele omitirse el uso y abuso de los cuerpos de las mujeres. Se desconoce el número exacto, pero se calcula que pudieron ser hasta dos millones de mujeres alemanas las que fueron violadas durante la ocupación de sus ciudades tras los bombardeos aliados. Por los testimonios de las víctimas supervivientes, sabemos que los edificios en ruinas fueron un escenario propicio para que cientos de soldados rusos y norteamericanos que patrullaban las calles perpetraran esos actos de forma sistemática e impune. El hecho de que el relato oficial suela omitir las violaciones en masa revela que esas agresiones fueron parte constituyente o natural de las formas de poder y control social que establecieron los vencedores para someter ya no solo a nivel físico, sino psicológico y emocional, a las ciudades que tomaban.

En la exposición Errata, la artista y teórica israelí Ariella Aisha Azoulay realiza una serie de ensayos que desvelan cómo se legitimó la violencia con la que los aliados pusieron fin a la Segunda Guerra Mundial. Su ejercicio de archivo demuestra que la destrucción, el saqueo o la agresión sexual de entonces han sido sostenidos por una cultura visual cuyo objetivo gira en torno a «enseñar a los ciudadanos a no ver la violencia imperial y negar cualquier responsabilidad sobre esa violencia». Desde esta perspectiva, la dificultad para encontrar registro gráfico o escrito sobre la violación de las mujeres alemanas es consecuencia de una política de borrado y desmemoria instaurada por los vencedores.


VERDUGO COMO VÍCTIMA


La palabra que aparece, E Díaz Alvarez, p. 118

La victoria, lo sabemos desde Homero, también puede ser amarga. Pocos hombres encarnan esa ambivalencia como Claude Eatherly, un piloto texano que participó en el bombardeo a Hiroshima. Aquel 6 de agosto de 1945, el comandante del Straíght Flush tenía como misión seleccionar el blanco donde sería arrojada una nueva bomba. Eatherly ignoraba los detalles de la operación, pensaba que se trataba de un ataque convencional y se limitó á seguir las órdenes. Sobrevoló el objetivo durante cuarenta y cinco minutos hasta que las condiciones meteorológicas fueron ideales. El punto de mira era uno de los siete puentes de Hiroshima. El comandante dio las coordenadas al piloto del Enola Gay, pronunció «go ahead» y se alejó. Poco después se enteró de que aquella bomba había estallado a seiscientos metros del suelo, y también que había matado a más de cien mil personas.

Tras conocer el alcance de su acción, Eatherly se aisló y se hundió en un profundo silencio. En la base militar de Tinián lo diagnosticaron como un caso más de battle fatigue. Después de meses de intenso combate, pensaron que era esperable ese cansancio que alteraba sus nervios. Nada que no pudiera solventarse con los tratamientos psicológicos de costumbre y la medalla al mérito que iba a otorgarle la Fuerza Aérea. Se equivocaban. En los meses que siguieron al fin de la guerra, Eatherly fue el único militar participante en los bombardeos atómicos que se negó a ser condecorado como héroe.

Se licenció del ejército en 1947 y, tras volver a casa, intentó proseguir su vida. Tenía una esposa, hijos y un buen trabajo en una empresa petrolera de Houston. Sus días parecían transcurrir bajo el guión del olvido recetado. Las noches, en cambio, eran un infierno. Una y otra vez soñaba con los rostros abrasados y desfigurados de los habitantes de Hiroshima. Al principio intentó sobrellevar el insomnio con pastillas y tragos de whisky, pero no tardó en caer en una depresión profunda. Fue entonces cuando comenzó a enviar sobres con dinero a Hiroshima. Cartas en las que solía declararse culpable y pedir perdón a unos destinatarios que desconocía. Poco después intentó suicidarse con somníferos en una habitación de un hotel de Nueva Orleans.Apenas fue rescatado con vida.A raíz de este episodio, ingresó voluntariamente en un hospital militar de Waco especializado en atender trastornos mentales y- permaneció allí seis semanas. No experimentó gran mejoría.


INCIPIT 1.250. LOS SETENTA Y CINCO FOLIOS / MARCEL PROUST


Habían metido los preciosos sillones de mimbre bajo la galería acristalada, pues empezaban a caer gotas de lluvia y mis padres, después de haber luchado un segundo en las sillas de hierro, habían regresado para sentarse a cubierto. Pero mi abuela, con el cabello entrecano al viento, seguía con su paseo rápido y solitario por los senderos del jardín, porque decía que se iba al campo para estar al aire libre y era una pena no aprovecharlo. Con la cabeza erguida, aspirando el viento que soplaba y le hacía decir que «por fin se podía respirar», aceleraba el paso y parecía no sentir la lluvia que empezaba a herirla ni las burlas de mi tío abuelo, que le gritaba desde la terraza: «Qué agradable la lluvia, Adele, qué buena, ¿verdad? Le sienta bien a tu vestido nuevo ( esto era para intentar ganarse cobardemente la complicidad de mi abuelo, que se limitó a menear la cabeza». Es curioso que nunca se comporte como el resto del mundo». Lo decía porque lo pensaba. Pero también lo decía porque, dado que ella nunca era como él, y quizá, en algún inconfesado fondo de su conciencia él no estaba del todo seguro de llevar siempre la razón, no le molestaba poner de su lado al «resto del mundo». El jardín no era muy grande y mi abuela no tardaba mucho en volver a pasar cerca de nosotros.


INICPIT 1.249. LOS EMIGRADOS / SEBALD


A finales de septiembre de 1970, poco antes de tomar posesión de mi cargo en la ciudad de Norwich, en el este de Inglaterra, partí con Clara en dirección a Hingharn en busca de casa. La carretera recorre unas quince millas entre sembrados, a lo largo de setos, bajo majestuosas encinas y junto a varios poblados dispersos, hasta que por fin emerge Hingham, con sus frontispicios dispares, la torre y las puntas de los árboles apenas asomando sobre la planicie. La ancha plaza del mercado, rodeada de fachadas silenciosas, estaba desierta


LA MALETA Y EL CONSUELO


La palabra que aparece, Enrique Díaz älvares, p. 61

El 26 de septiembre de 1940, Walter Benjamín subió las escaleras del Hotel Francia en Portbou. Caminó hasta la habitación número cuatro, dio vuelta a la llave y entró despacio. Estaba enfermo y cansado de huir de la persecución nazi. Poco antes, un puñado de guardias civiles apostados en ese pueblo fronterizo le habían impedido seguir su paso por la ruta Líster.

La negativa de los gendarmes franquistas bastó para que Benjamín se imaginara deportado y decidiese abortar su camino a Lisboa. En esa ciudad tenía planeado subir a un barco con destino a Nueva York, donde le esperaba Theodor Adorno y otros compañeros de la Escuela de Frankfurt exiliados. Pero le faltaba un permiso que la legislación española acababa de crear. También le faltaban fuerzas. Hacia las diez de la noche, en ese pequeño pueblo de los Pirineos, Benjamín ingirió una dosis importante de morfina y aguardó su muerte.

Gracias a una factura del hotel a su nombre, sabemos que a Walter Benjamín le cobraron cuatro noches de habitación, cuatro llamadas telefónicas y cinco refrescos de limón. También una serie de gastos extras en riguroso y macabro orden de aparición: «farmacia», «vestir al difunto», «desinfectar», «lavar colchón», «blanquear». Lo que no sabemos es el paradero de la maleta negra donde transportaba los documentos que consideraba más valiosos; además de cartas, revistas y una radiografía, en esa valija llevaba un manuscrito al que aseguraba cuidar más que su propia vida.

Nadie sabe con certeza de qué texto se trataba. Se especula con que en la maleta viajaba un manuscrito más acabado de las Tesis sobre la historia. La versión que conocemos de ese libro no es más que un compendio de notas escritas al vuelo entre 1939 y 1940. En aquellos años, el filósofo apuntaba sus reflexiones por todas partes: en su cuaderno, en papeles sueltos, en los márgenes de los periódicos que leía a su paso. Estos apuntes sobrevivieron gracias a Hannah Arendt, a quien Benjamín había entregado una copia mimeografiada en Marsella con la intención de que la hiciera llegar personalmente a Adorno. Aquella entrega se produjo finalmente en 1941, cuando Arendt se refugió en Nueva York.


SICARIOS


La palabra que aparece, Enrique Díaz Alvarez, p. 254

Los sicarios entrevistados saben bien que su trabajo es ilegal, pero su discurso revela que lo asumen y justifican como un oficio que les permite aspirar a más en un país que les niega por nacimiento cualquier otra posibilidad de movilidad social. Su ambición de superación está ligada a poder incorporarse a una lógica de consumo -objetos, experiencias y distracciones- que su miseria les veta. Ese trabajo es un medio para acceder y ser parte de un sistema del que se sienten excluidos. Desechados. En las entrevistas, resulta significativo cómo valoran la disciplina y el conocimiento del uso de las armas: el orgullo con que hablan de su «aprendizaje», su «capacitación» o el «entrenamiento».

Esta «escolarización» no es en modo alguno figurada. En agosto de 2017, un joven reclutado como sicario logró escapar de un campamento en el que el cartel Jalisco Nueva Generación entrenaba a sus sicarios. A partir del testimonio de ese superviviente, conocimos que aquellos hombres habían sido reclutados por falsas ofertas laborales publicadas en las redes sociales. Al llegar al supuesto lugar de la entrevista laboral, los despojaban de sus teléfonos móviles y los trasladaban por la fuerza a aquellos campamentos. Una vez allí les informaban de que el trabajo ofrecido no era de encuestadores, vigilantes de seguridad privada o guardaespaldas, sino de sicarios de la organización criminal. A esos jóvenes recién llegados, de entre veinte y veinticinco años, les ofrecían un sueldo de hasta cuatro mil pesos y los amenazaban con tomar represalias sobre su familia si rechazaban la oferta.

Quienes rechazaban el trabajo eran torturados y asesinados inmediatamente ante la vista de los otros. Luego, un salvadoreño identificado como «Samuel N» -probablemente un antiguo migrante secuestrado y reclutado- se encargaba de descuartizar y quemar los cuerpos. Aquellos que sí aceptaban el encargo eran entrenados, al menos durante diez días, en el manejo de armas y el dominio de tácticas de combate y defensa. Una vez «licenciados», se les enviaba a poblados cercanos para sustituir a encargados de puntos de distribución de droga que habían sido asesinados o desaparecidos por los grupos rivales.


LA LINEA DE SOMBRA


Desde dentro, Martin Amis

La línea de sombra se escribió en el segundo año de la Primera Guerra Mundial y Conrad, su autor, se la dedica a su hijo Borys, a punto de alistarse con diecisiete años. Borys sobrevivió, y sobrevivió, gaseado, herido y con estrés postraumático, a la batalla del Somme. Conrad, afligido y perturbado («Esta inutilidad mía me está desquiciando»), pudo al menos defender la solidaridad paternal en esta novela breve tenebrosa y autobiográfica sobre un episodio crítico clave en su vida: su primer mando, en el mar de la China Meridional (era el año 1887, cuando Conrad iba a cumplir los treinta). «A Borys y a todos los que como él -reza la dedicatoria- atravesaron en la primera juventud la línea de sombra de su generación, CON AMOR.» No es casual que La línea de sombra sea también uno de los testamentos más virulenrarnente ateos escritos en inglés. Dice el autor en la nota introductoria:

No, mi conciencia de lo maravilloso es lo bastante sólida como para dejarme fascinar por lo meramente sobrenatural, que no es (se mire por donde se mire) sino un artículo manufacturado, una invención de mentes insensibles a las íntimas sutilezas de nuestra relación con los muertos y con los vivos, en sus incontables multitudes; una profanación de nuestros recuerdos más tiernos; un ultraje a nuestra dignidad.


SPIELBERG


El señor Wilder y yo, Jonathan Coe, p. 50

-Dios mío, esa película del tiburón ... ¿Cuándo va a parar la gente de hablar de esa película del tiburón? ¿Sabéis que ese maldito tiburón ha hecho más dinero en Estados Unidos que ninguna otra cosa en la historia de Hollywood? Ni siquiera la Monroe ni tampoco Scarlett O'Hara hicieron tanto dinero como ese tiburón. Y ahora todos los ejecutivos estúpidos de la ciudad quieren más películas con tiburones. Esa gente piensa de esa forma. Hicimos cien millones de dólares con ese tiburón, pues necesitamos otro tiburón. Necesitamos más tiburones, tiburones más grandes, tiburones más peligrosos. A mí se me ocurrió la idea de una película titulada Tiburones en Venecia. ¿Os imagináis? Todas esas góndolas yendo de arriba para abajo en el Gran Canal, y luego vienen como cien tiburones por el Gran Canal y las atacan ... Se la pasé de broma a un tipo de la Universal. Pues se la tomó en serio. Le encantó. Cualquier película que puedas describirles en tres o cuatro palabras les encanta, ¿sabéis? Les encantan las historias sencillas, y al tipo Tiburones en Venecia le pareció perfecta. Así que le dije: Vale, genial, te regalo la idea, pero yo no te la voy a dirigir. No es que me fascinen los peces, la verdad. Si os fijáis, en todas mis películas veréis que ninguna tiene que ver con un gran bicho de esos. Soy más un director de seres humanos.

»Aunque el tal señor Spielberg, es cierto, tiene auténtico talento. Forma parte de la generación esta nueva, con el señor Coppola y el señor Scorsese. El señor Diamond los llama «la panda de la barba». -Se rió con aquel mote, demostrando auténtica admiración (iba a verla muchas veces) por la ocurrencia de su amigo-. La verdad es que pienso que es el mejor de todos, lo que lo convierte en la persona con más talento de Hollywood en este momento.


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