El hijo del Capitan Trueno, Miguel Bosé, p. 206
Picasso estaba locamente
enamorado de la Tata y calladamente lo llevaba en la mirada. No era un
imaginar, no. Ni un rumor tampoco. Lo estaba de verdad. Y aunque él supiera que
era una hazaña imposible, perdida ya de entrada, así se comportara como un gallo
o con indiferencia, su timidez y torpeza en el trato le delataban. Cuando fue
soltándose y tomando confianza, empezó con la Broma primero. luego entró en
fase de adolescente aturdido. Después pasó al piropo osado y, finalmente, acabó
por confesarlo y hacerlo público.
Escudado y confiado en que nadie
iba a tomárselo en serio, un buen día se le declaró, ¡y cómo! Más seguro se
sentía, más lo pavoneaba. Y si se terciaba, tras las broncas con Jacqueline, se
lo espetaba a la cara para humillarla. Lo gritaba, y bien alto, para que resonase
en cada rincón de la casa, que la Tata era la mujer que él hubiese deseado
encontrar en su vida, que era como habían de ser las mujeres, cariñosas,
discretas, atentas con su hombre y buenas cocineras además de guapas sin
necesidad de arreglarse. Esto último alzando la voz. Y ahí lo dejaba caer, como
jarro de agua fría.
De la Tata le gustaba todo.
Durante una cena, presentes su hijo Paulo, mi hermana Lucía y yo, le preguntó
que si se casaría con él. La Tata, bajando la mirada, sacudió la cabeza muy
azarada, sonrojó y, haciendo oídos sordos, siguió con su quehacer de servir la mesa.
Unos segundos más tarde y en un tono más serio, Pablo le volvió a insistir:
«Tata, ¿algún día te casarías conmigo?». Entonces ella respiró hondo y le
contestó: «Está usted loco, don Pablo, usted ya tiene a la señora Jaquelín y yo
a mis tres hijones, que Dios me ha dado sin tener que aguantar a ningún marido,
que son mi vida y a los que tengo el compromiso de cuidar, o sea que olvídese».
Así que, con sumiso respeto y un rubor casi oriental, le llenó despacio su
plato hondo de sopa y, tras ese breve suspense tenso de sensualidad, desapareció
por la puerta de la cocina. Pablo se quedó respirando embelesado el aire de su
estela, más cautivado y cautivo de ella que antes, a ser posible. Así, con esa
cara atolondrada, debió de verse en el reflejo de su caldo humeante, y metiendo
la cuchara en él, empezó a sorberse.
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