Gabriel García Márquez: Historia de un deicidio, Mario Vargas Llosa, p. 203
Del mismo modo que su vida
personal y la vida de su comunidad, la vida cultural de su país ejerce sobre él
un cierto condicionamiento -una invisible presión para que oriente su vocación
en un sentido dado-, que podrá serle muy útil, si es capaz de utilizar esa
tradición como un punto de partida, para ir más adelante, vitalizando o renovando
las estructuras ideológicas, míticas y lingüísticas de su mundo, o que, al
contrario, podrá ser para él un lastre, un freno que lo reducirá al papel del
repetidor o del epígono si no tiene el genio necesario (la energía, la paciencia,
la terquedad) para romper la coacción cultural del propio medio. En este último
caso, pertenecer a un mundo civilizado es una grave desventaja: la rica
tradición cultural propia es, también, una mole que sofoca la originalidad, que
modera la ambición, que amortigua y mata lo esencial de la vocación de un
deicida: la rebeldía contra la realidad. Una rica tradición literaria puede
canalizar esta rebeldía, enrumbándola por las formas ya establecidas en el
pasado, en las que se mecanizará y desvanecerá. Para el suplantador del Dios
bárbaro, al principio, la falta de tradición cultural traerá sólo desventajas.
Tener que inventarse, librado a sus propias fuerzas, una cantera de la cual
extraer los materiales literarios e ideológicos útiles para su vocación es una
empresa difícil y penosa, en la que, a cada paso, corre el riesgo de
extraviarse. Sin una tradición propia, el bárbaro no tiene más remedio que sentirse
dueño de la cultura universal. A muchos, esta infinita posibilidad los reduce a
caricaturas. Es decir a mimos, a ventrílocuos de ideas y de formas heterogéneas,
no integradas a las experiencias personales e históricas que nutren su
vocación, y, por lo tanto, no funcionales como material de trabajo. De ahí esas
ficciones en las que escritura, estructura y asunto son forzadas
yuxtaposiciones, elementos alérgicos uno al otro, amalgamas absurdas en las
que, en vez de una visión integradora, existen varias, desintegradoras de la
unidad de la ficción. El deicida bárbaro corre el riesgo -como los hombres de
Macondo- de descubrir a cada rato la pólvora. Sin el soporte de una tradición
viviente y universal, sus ficciones pueden ser vehículos de mistificaciones,
falsificaciones o errores que la inteligencia y el conocimiento humano ya
superaron, o meros anacronismos. Si el peso de una sólida tradición cultural
puede reducir al civilizado a la condición de epígono, una tradición pobre o
nula fomenta la improvisación, la indisciplina mental, la estúpida arrogancia
que da la semicultura, la chabacanería y el espíritu provinciano.
No hay comentarios:
Publicar un comentario