Obra maestra, Juán Tallón, p. 124
Salvador Rodríguez, vigilante
jurado. Septiembre de 1996. Llegué un poco antes de las ocho, aparqué el coche junto
a la parte de atrás de la nave y saludé al único empleado que había a esas
horas, y que se marchó enseguida, como si sospechase que alguien lo perseguía
para matarlo. Un coche funebre se detuvo en la carretera, a la altura de la
entrada y se subió. Casi todos los días se detenía a recogerlo el mismo
vehículo, conducido por una mujer. Quizá fuese su esposa, que trabajaba en una
funeraria. El coche siempre iba vacío, sin muerto. Me llamaba la atención que arrancaba
a toda velocidad. En el instituto, yo me había subido una vez a un coche así.
Fue un día en que iba a clase y de pronto oí un claxon, me volví y vi que me
llamaban por el apellido desde el asiento del pasajero de un coche funebre. Era
un compañero de clase. «Qué cochazo», dije. «Súbete, que te llevamos», me
propuso mi amigo, que iba con su padre. Pregunté si tenía que ir atrás, tumbado.
Era lo que me pedía el cuerpo, hacer el payaso. Me pasé una semana contándolo.
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