Los años, Annie Ernaux, p. 277
A primera vista era algo
imposible de creer (como lo demostraría después una película en la que se ve a
George Bush sin reacción, como un niño perdido, cuando le anuncian la noticia
al oído), de pensar, de sentir. Nos limitábamos a contemplarlo una y otra vez
en la pantalla de la televisión, las torres gemelas de Manhattan derrumbándose
una tras otra, en aquella tarde de septiembre (que era por la mañana en Nueva
York, pero que para nosotros quedaría siempre como una tarde), como si a fuerza
de ver las imágenes pudiera convertirse en una realidad. No lográbamos salir
del asombro, nos regodeábamos mirándolo gracias a los móviles con toda la gente
que podíamos.
Afluían discursos y análisis. La
virginidad del acontecimiento se disipaba. Nos rebelábamos contra la
proclamación en Le Monde, «Somos todos americanos». De repente, la
representación del mundo basculaba, todo patas arriba, unos individuos venidos de
países oscurantistas, armados con unos simples cúteres, habían acabado en menos
de dos horas con los símbolos de la potencia americana. El prodigio de la
hazaña maravillaba. Nos daba rabia haber podido creer invencibles a los Estados
Unidos, nos vengábamos de una ilusión. Nos acordábamos de otro 11 de septiembre
y del asesinato de Allende. Algo estaban pagando. Ya llegaría luego el tiempo de
la compasión y de pensar en las consecuencias.
Lo que contaba era decir dónde, cómo, por quién o por qué nos habíamos
enterado del ataque a las torres gemelas. Las escasas personas que no se
enteraron el día mismo conservarían la impresión de haberse perdido una cita
con el resto del mundo. Y todos pensábamos qué estábamos haciendo en el preciso
momento en que el primer avión había chocado con la torre del World Trade
Center, cuando unas parejas se habían tirado al vacío cogidas de la mano.
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