El día y la noche son los
viajeros de la eternidad … Los que pilotan una chalana o llevan todos los días su
caballo al campo hasta que sucumben de vejez también viajan continuamente.
Muchos hombres de tiempos remotos murieron por los caminos. A mí me ha tentado,
a mi vez, el viento que desplaza las nubes, y me ha invadido el deseo de viajar
también.
Así hablaba, a finales del siglo
XVII, el poeta japonés Basho, que caminaba errante por las provincias del norte
calzado con sus endebles sandalias de paja (¡cuántas sandalias usadas y
abandonadas a orillas del camino en el transcurso de un viaje así!), tocado con
el cono de paja que todavía hoy constituye el sombrero de los monjes errantes y
de los peregrinos. Visita, de paso, el templo Chílson y su santuario, todo él
de oro, poblado de estatuas del mismo metal, ante las cuales, incluso en
nuestra época, los peregrinos abren desorbitadamente los ojos, y sueñan con los
esplendores de la Tierra Pura. Las minas de la región habían alimentado los
lejanos esplendores de los Fujiwara; agotadas desde hacía siglos, su espejismo
aún obsesionaba a Cristóbal Colón, y entre ellas la de Cipango (es decir,
Japón) era uno de los objetivos que él creyó primero encontrar en el mar
Caribe. Sólo se equivocaba de océano.
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