Una vuelta por mi cárcel, Marguerite Yourcenar, p. 174
En mis propias obras dos
viajeros, sobre todo, se imponen. Uno de ellos, el emperador Adriano, parece
haber poseído verdaderamente las características más esenciales de los viajeros
de todos los tiempos: hombre de negocios y hombre de Estado movido por razones
pragmáticas, que recorre, en sus largos periplos, el vasto mundo romano de su
tiempo y sus fronteras bárbaras, pero para quien el viaje era también placer y
pasión personales, además de -cosa que sigue siendo, incluso en nuestros días, todo
viaje inteligentemente realizado-, una escuela de resistencia, de asombro, casi de ascesis,
un medio de perder los propios prejuicios confrontándolos con los del
extranjero. Adriano el Griego, como lo llamaban sus detractores en Roma, escapó
de la rutina romana o, más bien, supo integrarse en otra cosa gracias a su
cultura, es verdad, pero también gracias a sus viajes. Parece ser que fue el
primer hombre -el primer hombre conocido- que escaló una montaña no sólo por
razones religiosas, como lo hizo en el monte Cassio en Siria, sino también, como
en el Etna, por el puro placer estético y científico de contemplar desde muy alto el sol
naciente. A la vez organizador, peregrino, aficionado y observador del bello
espectáculo del mundo.
1 comentario:
Publicar un comentario