Los años, Annie Ernaux, p. 100
La guerra de Vietnam había
terminado. Habíamos vivido tantas cosas desde su comienzo que formaba parte de
nuestras vidas. El día de la caída de Saigón, nos dábamos cuenta de que nunca
habíamos creído posible una derrota de los americanos. Por fin pagaban por el
napalm, por la niñita corriendo por un arrozal cuyo póster adornaba nuestras paredes.
Sentíamos la alegría y el cansancio de las cosas por fin cumplidas. Había que
desengañarse. La televisión mostraba racimos humanos aglutinados en
embarcaciones, huyendo del Vietnam comunista. En Camboya, la cara civilizada
del bonachón rey Norodom Sihanuk abonado al Canard enchaíné no conseguía
ocultar la ferocidad de los jemeres rojos. Mao moría y nos acordábamos de una
mañana de invierno cuando, en la cocina antes de salir para la escuela,
habíamos escuchado el grito de Stalin ha muerto. Descubriríamos detrás del dios
del río de las cien flores una asociación de malhechores dominada por la viuda
Jiang Qing. Muy cerca, en nuestras fronteras, las Brigadas Rojas y la banda Baader
Meinhof secuestraban a patronos y hombres de Estado, encontrados muertos
después en el maletero de un coche, como cualquier mafioso. Creer en una
revolución se convertía en algo vergonzoso y no nos atrevíamos a decir que el
suicidio de Ulrike Meinhof en su celda nos entristecía. Oscuramente, el crimen
de Althusser, estrangulador de su mujer un domingo por la mañana en la cama,
aparecería imputable tanto al marxismo del que era la encarnación misma, como a
un problema psíquico.
Los “nuevos filósofos» surgían en
los platós de televisión, debatían airadamente contra las “ideologías “,
blandían a Solzhenitsyn y el gulag para enterrar a los soñadores de
revoluciones. A diferencia de Sartre, del que se decía que estaba gagá, y que seguía
negándose a ir a la televisión, de Beauvoir y su discurso-ametralladora, ellos
eran jóvenes, “interpelaban” las conciencias en palabras comprensibles para
todo el mundo, daban confianza a la gente con su inteligencia. El espectáculo
de su indignación moral era agradable a la vista pero no sabíamos adónde
querían ir a parar, aparte de desanimarnos a que votáramos por la Unión de la
Izquierda.
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