Una vuelta por mi cárcel, Yourcenar, p. 55
El barco es hermoso como todos
los barcos a punto de zarpar. En nuestra época en que los trayecros utilitarios
se hacen en avión, un crucero es lo único que permite hacer largas travesías.
Recurso ayer aún, los petroleros y los buques de carga gigantescos hoy ya no
dejan apenas si ti o para el flete humano. Los pasajeros pertenecen aquí, por
tanto, a esa extraña clase de vagabundos ricos, de edad madura o muy madura,
que viven de un sustancioso retiro o del producto de su cuenta corriente y, por
consiguiente, se ven dispensados de ir a la oficina. Muchos saltan de un
crucero a otro, y a veces incluso eligen como domicilio el barco durante todo
el año, escapando así de la rutina en tierra firme. Éstos apenas visitan los
puertos exóticos que ya conocen, y la brevedad de las escalas no anima a
penetrar en el interior del país; muchos de ellos ya no ponen el pie en la
pasarela más que para bajar a comprar -en las tiendas para turistas más
cercanas al puerto- el acostumbrado baratillo de cosas. Cuatro comidas, la orquesta
de a bordo -canciones nostálgicas a la hora del té, rock o seductores cantantes
armados con su micrófono por la noche-, la piscina de color azul chillón sobre
la que flota el olor a lunch servido a los bañistas, el inevitable yoga, que se
reduce a unos cuantos ejercicios de flexibilidad -por lo demás, muy útiles-,
dos sesiones de cine durante las cuales ponen películas antiguas, el baile
cuando el parqué del salón no oscila demasiado, acompasan los días. El bridge
es un pasaporte en esa sociedad: J., ue juega muy bien, se ha hecho popular y
le llaman por su nombre de pila. Las fiestas mundanas “de cinco a siete” a las
que recíprocamente se invitan, y que
preceden o siguen a las del capitán, permiten que las mujeres luzcan las faldas
de gasa y los escotes que no podrían ponerse a menudo en Cincinnati o en
Brisbane. Tres o cuatro bares constituyen los lugares santos de a bordo: un
suave alcoholismo conduce a la amenidad y une a los solitarios. Haríamos mal en
hablar con desdén de esas oleadas de martini, de bourbon o de vodka, cuando, en
cambio, nos enternecemos al recordar pequeñas tabernas frecuentadas por los
borrachos y borrachas de Amsterdam, macerados en ginebra, pobres y dorados como
unos Rembrandt. Pero el alcohol es como el amor o la vejez: encontramos en él
lo que a él aportamos. Al parecer, los pasajeros de este barco de crucero no aportan
nada.
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