Una vuelta por mi cárcel, Yourcenar, p. 49
París, Venecia, San Francisco, en
el siglo XVIII la Roma de los cardenales y de Casanova, también en el XVIII la
Edo de las estampas y de las casas de té, en el XIX la Viena de los valses, son
ciudades donde, en ciertos momentos al menos, ha sido agradable vivir. La Roma
de Casanova ya no está en Roma; Tokio ha asfixiado a Edo; París chirría;
Venecia, lamida por las altas aguas, se hunde con una sonrisa. En San
Francisco, asentada sobre una grieta geológica, se teme cada día un desastre
semejante al de los primeros años de este siglo. Acepta de buen grado ese
peligro. Sus colinas, montañas rusas sobre las cuales nadie comprende como pudo
edificarse una ciudad, sorprenden; sus casas, coronadas aquí y allá por
inquietantes rascacielos, siguen estando a escala humana en su mayoría, y sus
tonos de color pastel: azul, blanco, rosa o verde pistacho, dan a sus calles el
aspecto de un helado de arlequín. Se ha reconstruido, a lo largo del agua, un
muelle al estilo del que imaginamos fue el del siglo XIX; sus construcciones de
madera y de ladrillo recuerdan el decorado de una ciudad situado en Victoria,
en la galería de un museo: la nostalgia se expresa en nuestros días mediante
puestas en escena hollywoodenses. Pero en los cafés se encuentra comida rápida
y los camareros no espantan, de un servilletazo, a los pájaros que picotean por
entre las mesas; hay unas placitas peatonales que se animan con hombres que echan
fuego por la boca y con acróbatas; unos taxistriciclos pasean a las parejas. El
square San Francisco, rodeado de edificios altos, ha perdido su anticuado encanto
de antaño, pero la gente que por allí pasea o mordisquea unos sándwiches
sentada en los bancos parece sosegada.
Blanca, azul, rosa y gay.
No hay comentarios:
Publicar un comentario