Los años, Annie Ernaux, p. 184
Nos los disputábamos, entre valor
económico, “eso ya no vale nada”, y el valor de uso, «yo necesito el coche más
que tú”. Lo que habíamos deseado juntos al empezar a instalarnos, que nos había
alegrado conseguir y que se había fundido en el decorado o la utilización
cotidiana, encontraba su estatuto inicial, olvidado, de objeto con un precio.
Como la lista de cosas que comprar, de las cazuelas a las sábanas, había
establecido en otro tiempo la unión en la duración, la de las cosas que
repartirse materializaba ahora la ruptura. Adiós a las curiosidades y los
deseos comunes, a los pedidos por catálogo por las noches después de cenar, las
dudas en Darty delante de dos modelos de cocina, el viaje arriesgado sobre el
techo del coche de un sillón comprado en un anticuario una tarde de verano. El
inventario ratificaba la muerte de la pareja. El paso siguiente era ir a ver a
un abogado, la transformación de nuestra historia en un lenguaje jurídico que
purgaba de golpe la ruptura de sus elementos pasionales, la hacía entrar en la
banalidad y el anonimato de una «disolución de la comunidad de bienes>>.
Nos entraban ganas de echarnos a correr y paralizarlo todo. Pero sentíamos que
era imposible echarse atrás, dispuestas a entrar en el desgarro del divorcio,
las amenazas y las injurias, en la mezquindad, dispuestas a vivir con dos veces
menos de dinero, dispuestas a todo para recuperar el deseo de un porvenir.
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