Una vuelta por mi cárcel, MYourcenar, p. 66
El mismo coraje de no ser
vencidos, que hizo arrodillarse a batallones enteros para dejarse decapitar por sus jefes, quienes se suicidaban después “a
la manera grande”, que lanzó a los cojos y enfermos de los hospitales contra
las ametralladoras enemigas, que obligó a los habitantes de pueblos enteros a arrojarse
desde lo alto de los promontorios en las islas invadidas por los marines, que
impulsó a los kamikaze a estrellarse voluntariamente sobre la borda o la
chimenea de los navíos de guerra, se reconvirtió en chovinismo industrialista.
Esos deslustrados muros de fábrica albergan unos equipos que, desde por la
mañana, empiezan su trabajo con un himno a la gloria de su sociedad; por una
estadística japonesa sabemos que, en caso de seísmo, de cien japoneses hay
noventa que llaman por teléfono a la oficina antes de llamar a su propia mujer:
están casados con la compañía. Los días laborales, los trenes de cercanías, que
se paran al primer síntoma de temblor de tierra, vomitan por la mañana y se
tragan por las noches a unos cuantos millones de hombres vestidos, al parecer,
con el mismo traje. Se perdió la guerra, que en lo sucesivo retrocede a ese
tiempo cíclico que es el de Asia, e incluso parecen haberla olvidado, pero se
ha conquistado, ya que no la prosperidad -noción siempre frágil y vacilante en
nuestros días y que el Japón, por lo demás, asfixia con demasiadas obligaciones-, al menos un imperio industrial
y financiero sobre el que no se pone el sol naciente.
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