Los años, Annie Ernaux
El cuerpo, cuya forma quedaba
asegurada gracias al jogging, el fitness y el aerobic, y cuya pureza interior
quedaba preservada por el agua Évian y los yogures, proseguía su asunción. Él
pensaba por nosotros. Debíamos “realizarnos” gracias a la sexualidad. Leíamos
el Tratado de las caricias del doctor Leleu para perfeccionarnos. Las mujeres
volvían a ponerse medias y liguero argumentando que lo hacían “por ellas mismas”.
El requerimiento de “darse gusto” venía de todas partes.
Las parejas de cuarentones veían
películas X en Canal+. Ante las pollas incansables y las vulvas afeitadas en
primer plano, se despertaba en ellos un deseo técnico, chispa lejana sin
relación con la pasión que los empujaba a abalanzarse el uno sobre el otro diez
o veinte años antes cuando no le daba tiempo ni a quitarse los zapatos. En el
momento del orgasmo decían “e voy a correr» como los actores. Se dormían con la
satisfacción de sentirse normales.
La esperanza, la espera se
desplazaba de las cosas hacia la conservación del cuerpo, una juventud inalterable.
La salud era un derecho, la enfermedad una injusticia que había que reparar lo
antes posible.
Los niños ya no tenían lombrices
y no se morían casi nunca. Los bebés-probeta nacían como si nada, los corazones
y los riñones cansados de los vivos eran sustituidos por los de los muertos.
La mierda y la muerte tenían que
ser invisibles.
Preferíamos no hablar de las
enfermedades nuevas que no tenían remedio. La de nombre germánico, Alzheimer,
que aturdía a los ancianos y les hacía olvidar nombres y caras. La otra, cogida
por la sodomía y las jeringuillas, azote de homosexuales y drogadictos, como
mucho mala suerte de alguno que había recibido una transfusión.
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