Mythos, Stephen Fry, p. 398
Los dioses (así se lo cuenta
Sócrates a Protágoras) decidieron poblar la naturaleza con nuevas cepas de vida
mortal, dado que por entonces solo había seres inmortales en el mundo. Con tierra
y agua, y con fuego divino y aliento divino crearon a los animales y al hombre.
Encargaron a Prometen y a Epimeteo la tarea de asignar a aquellas criaturas
todos los atributos y características que los capacitarían para vivir vidas
plenas y prósperas. Epimeteo dijo que él se encargaría de repartir y que
Prometen podía ir comprobando su trabajo. En eso quedaron los hermanos.
Epimeteo se puso a ello a
conciencia. A unos animales les dio armadura -al rinoceronte, al pangolín y al
armadillo, por ejemplo-. A otros, casi al azar se diría, les otorgó densos
pelajes impermeables, camuflaje, veneno, plumas, colmillos, garras, escamas, zarpas,
branquias, alas, bigotes y dios sabe qué más. Asignó velocidad y ferocidad,
proporcionó flotabilidad y capacidad de
vuelo -a cada animal se le dotó de una especialidad práctica propia sagazmente
asignada, desde la habilidad para la navegación hasta la maestría a la hora de
excavar, construir nidos, nadar, saltar y cantar-. Estaba felicitándose por
haber provisto a los murciélagos y a los delfines de ecolocación cuando se dio
cuenta de que aquellos eran los últimos dones disponibles. Había, con su
característica falta de previsión, pasado por alto por completo qué le
otorgaría al hombre (al pobre hombre desnudo, vulnerable, de piel lisa,
bípedo).
Epimeteo fue a ver a su hermano
sintiéndose culpable y le preguntó qué debían hacer ahora que no quedaba nada
en la cesta de los dones. El hombre no tenía defensas con las que protegerse de
la crueldad, la astucia y la avidez de aquellos animales ahora soberbiamente
equipados. Los mismos poderes que había prodigado a aquellos acabarían, seguro,
con la humanidad inerme.
La solución de Prometen fue robar
las artes de Atenea y la llama de Hefesto. Con esto, el hombre podría emplear
la sabiduría, la astucia y la pericia para defenderse de los animales. Quizás
no nadaba tan bien como un pez, pero podría averiguar cómo construir
embarcaciones; quizás no corría tan velozmente como un caballo, pero podría
aprender a domados, herrados y cabalgados. Un día llegaría a construir,
incluso, alas que rivalizarían con las de los pájaros. Así, por lo tanto, por
accidente o por error, de entre todas las criaturas mortales únicamente el
hombre recibió cualidades del Olimpo: no para desafiar a los dioses, sino
sencillamente para poder apañárselas con animales mejor capacitados.
No hay comentarios:
Publicar un comentario