Mishima, M. Yourcenar, p. 136
“Nuestros valores fundamentales
como japoneses están amenazados ... El Emperador ya no ocupa en el Japón el
lugar que le corresponde ...”
Las injurias, las palabras
malsonantes, ascienden hacia él. Las últimas fotografías le muestran con el
puño crispado y la boca abierta, con esa fealdad especial del hombre que grita o que aúlla, un juego fisionómico que denota
ante todo un esfuerzo desesperado para hacerse oír, pero que recuerda
penosamente las imágenes de los dictadores y de los demagogos,sean del lado que
sean, que desde hace medio siglo han envenenado nuestra vida. Uno de los ruidos
del mundo moderno se agrega en seguida a los abucheos : un helicóptero que han
solicitado da vueltas por encima del patio, llenándolo todo con el estruendo de
sus hélices.
De otro salto, Mishima vuelve al
balcón, abre de nuevo la puerta-ventana, seguido por
Morita, que lleva una bandera
desplegada con las mismas peticiones y protestas, se sienta en el suelo, a un
metro del general, y ejecuta punto por punto, con un perfecto dominio, los
mismos movimientos que le vimos hacer en el papel del teniente Takeyama. El
atroz dolor, ¿fue el que él había previsto y en el que trató de instruirse
cuando fingió la muerte? Había pedido a Morita que no le dejase sufrir mucho
tiempo. El muchacho abate su sable, pero las lágrimas le empañan los ojos y sus
manos tiemblan. Sólo consigue infligir al agonizante dos o tres horribles
cuchilladas en la nuca y en el hombro. «¡Dame!» FuruKoga empuña diestramente el
sable y, de un solo golpe, hace lo que había que hacer. Mientras tanto Morita
se ha sentado en el suelo a su vez y toma la daga que estaba en la mano de
Mishima. Pero le fallan las fuerzas y sólo se hace un profundo arañazo. El caso
está previsto en el código samurai : el suicida demasiado joven o demasiado
viejo, demasiado débil o demasiado fuera de sí para hacer bien el corte, debe
ser decapitado. «¡Adelante!» Es lo que hace Furu-Koga.
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