LOS BERTOLINI
-La Signara no tiene derecho a
hacer esto -dijo la señorita Bartlett-, ningún derecho. Nos prometió
habitaciones al sur con una panorámica conjunta; en su lugar, aquí tenemos
habitaciones al lado norte y dan a un patio y bien alejadas. ¡Oh, Lucy!
-¡Y además es una cockney! -dijo
Lucy, que se había entristecido por el inesperado acento de la Signara-. Se
diría que estamos en Londres.
Miró las dos hileras de ingleses
sentados junto a la mesa; la hilera de botellas blancas de agua y rojas de vino
que corrían entre sus manos; los retratos de la última reina y del último poeta
laureado que colgaban detrás de los británicos, pesadamente vestidos; el cartel
de la iglesia anglicana (reverendo Cuthbert Eager, M. A. Oxon), que constituían
la única decoración de la pared. -Charlotte, ¿no sientes también tú que bien
podría encontrarnos en Londres? A duras penas puedo creer todo este tipo de
cosas distintas estén precisamente fuera. Supongo que se debe a que una se
siente tan cansada.
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