Mythos, Stephen Fry, p. 96
Lo que estaba sucediendo dentro
de la cabeza de Zeus era bastante interesante. No era de extrañar que sufriese
un dolor tan atroz, dado que la habilidosa Metis se afanaba dentro de su cráneo,
fundiendo, cociendo y forjando una armadura y armas. En la variada, sana y
equilibrada dieta del dios había suficientes metales, minerales, piedras raras
y trazas de elementos como para encontrar en su sangre y sus huesos todos los
ingredientes, todas las piedras y componentes que necesitaba.
Hefesto, que habría aprobado
aquella metalistería rudimentaria pero efectiva, volvió a la atestada playa
cargando con una enorme hacha, de dos hojas y de estilo minoico. Prometeo
convenció entonces a Zeus de que la única manera de aliviar su sufrimiento era
quitarse las manos de las sienes, arrodillarse y tener fe. Zeus masculló algo
sobre que lo malo de ser el Rey de los Dioses es que uno no tiene nadie por encima
a quien rezar, pero cayó obedientemente de rodillas y esperó su destino.
Hefesto se escupió alegre y confiadamente en las manos, agarró el sólido mango
de madera y -mientras la multitud susurrante lo observaba- dejó caer el hacha
limpiamente con un veloz giro de muñeca contra el centro exacto del cráneo de
Zeus, que casi se partió en dos.
Se hizo un silencio espantoso
mientras todos miraban aquello con perplejo horror. La perplejidad horrorizada
se volvió tremenda incredulidad y la incredulidad tremendo asombro desatado
cuando vieron emerger del interior de la cabeza abierta de Zeus la punta de una
lanza. Le siguieron las puntas de las plumas de una cresta bermeja. Los mirones
contuvieron el aliento mientras con lentitud se alzaba ante sus miradas la
silueta de una mujer enfundada en una armadura. Zeus bajó la cabeza -nadie
podía estar seguro si de dolor, alivio, sumisión o de puro pasmo- y, como si su
cabeza gacha fuese una rampa o una pasarela desplegada para ella, el glorioso
ser descendió despacioso hasta la arena y se volvió hacia él
Equipada con una armadura
plateada, escudo, lanza y casco empenachado, observó a su padre con ojos de un
gris hermoso e incomparable. Un gris que parecía irradiar una cualidad por encima
de todas las demás: sabiduría infinita.
De uno de los pinos que jalonaban
la línea de costa salió volando un búho que se posó en el reluciente hombro de
la guerrera. De las dunas una serpiente esmeralda y amatista llegó reptando y
se enroscó en su pie.
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