Los años, Annie Ernaux, p. 207
En ese momento de su vida, está
divorciada, vive sola con sus dos hijos, tiene un amante. Ha tenido que vender
la casa comprada hace nueve años, muebles, con una indiferencia que la
sorprende. Está sumida en la desposesión material y la libertad. Como si el
matrimonio no hubiera sido más que un intermedio, tiene la impresión de retomar
su adolescencia donde la había dejado, de reencontrar la misma espera, la misma
manera de correr a las citas hasta quedarse sin resuello, con los zapatos de
tacón de aguja, de ser sensible a las canciones de amor. Los mismos deseos,
pero sin avergonzarse por satisfacerlos, capaz de decirse tengo ganas de
follar. En la aceptación imperiosa de su cuerpo se realiza ahora la «revolución
sexual», el vuelco total con respecto a los valores de antes de 1968, consciente
también del frágil esplendor de su edad. Tiene miedo a envejecer, a echar de
menos el olor a la sangre menstrual. Últimamente una carta administrativa diciéndole
que estaba nombrada para su puesto hasta el año 2000 la ha dejado de piedra. Hasta
ahora esa fecha no era real.
Sus hijos no suelen estar
presentes en sus pensamientos, no más de lo que estaban sus padres cando era
niña o adolescente; forman parte de ella. Porque ha dejado de ser esposa,
tampoco es la misma madre, más bien una mezcla de hermana, amiga, monitora, organizadora
de una cotidianeidád más liviana desde la separación: cada uno come cuando
quiere, una bandeja en las rodillas delante de la tele. A menudo los mira con
asombro. Así que esa espera a que crezcan, los desayunos de cereales con miel,
el primer día de escuela, luego del colegio, han desembocado en esos dos
muchachotes sobre los que está convencida de que no sabe gran cosa. Sin ellos
no podría situarse en el tiempo. Cuando ve a unos niños jugando en los
columpios, se sorprende al verse recordando la infancia de los suyos y sentirla
tan lejana.
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