Mishima, M. Yourcenar, p. 140
Y ahora, reservada para el final,
la última imagen y la más traumatizante; tan impresionante que ha sido
reproducida muy pocas veces. Dos cabezas sobre la alfombra, probablemente acrílica,
del despacho del general, colocadas la una junto a la otra, casi tocándose, como
dos bolos. Dos cabezas, dos bolas
inertes, dos cerebros que ya no irriga la sangre, dos ordenadores detenidos en
su tarea, que ya no seleccionan, que ya no descifran el perpetuo flujo de
imágenes, de impresiones, de incitaciones y de respuestas que pasan cada día por
millones a través de un ser, para formar todas juntas lo que se llama la vida
del espíritu, e incluso la de los sentidos, y que motivan y dirigen los
movimientos del resto del cuerpo. Dos cabezas cortadas, idas a otros mundos
donde reina otra ley, que producen, cuando se las contempla, más estupor que
espanto. En su presencia, los juicios de valor morales, políticos o estéticos
son, momentáneamente al menos, reducidos al silencio. La noción que se impone
es más desconcertante y más sencilla: entre las miríadas de cosas que existen y
que han existido, esas dos cabezas han existido; existen. Lo que llena sus ojos
sin mirada ya no es la bandera desplegada de las protestas políticas, ni
ninguna otra imagen intelectual o carnal, ni siquiera el Vacío que Honda había
contemplado y que de pronto sólo parece un concepto o un símbolo que continúa
siendo, en resumidas cuentas, demasiado humano. Dos objetos, restos ya casi inorgánicos
de estructuras destruidas y que luego,
una vez pasados por el fuego, sólo serán residuos minerales y cenizas; ni
siquiera temas de meditación, porque nos faltan datos para meditar sobre ellos.
Dos restos de un naufragio, arrastrados por el Río de la Acción, que la inmensa
ola ha dejado por un momento en seco, sobre la arena, para volver a llevárselos
después.
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