Los seres felices, Marcos Giralt Torrente, p. 13
No quiero dar la sensación de que
inclino del lado de mi madre el peso negativo de la balanza. Quiero ser
objetivo, hacer un retrato de ambos ajustado a la realidad. Mi padre era
sosegado y, a diferencia de ella, leía y tenía buen gusto, pero nadie es mejor
o peor persona por leer más o menos o por tener mejor o peor criterio estético.
La capacidad de disfrutar con un claustro renacentista o una novela no dice
gran cosa de las personas y, desde luego, nada de su cualidad moral; tampoco lo
dice el carácter, que en su mayor parte se hereda. A mi padre le sudaban las
manos y tenía tendencia a distraer una de ellas en la entrepierna cuando estaba
tumbado, las dos cosas las he heredado yo. No considero que sean cuestión de
carácter, por supuesto que no. Lo que quiero decir es que, del mismo modo que
cargamos con herencias tan nimias, heredamos casi todo. De hecho, si me pongo a
pensar, no hay un detalle de mi personalidad que me pertenezca en exclusiva. En
todos veo el influjo, aunque sea remoto, de mis padres. Mi madre medía sus
pasos y yo también. Mi padre practicaba la sumisión como una forma de
ocultamiento y yo también. Lo que no otorga la herencia es un eximente para nuestras
acciones. Respondemos a códigos que nos remiten a la infancia, pero lo que
hacemos con éstos sólo es responsabilidad nuestra. Si mis padres eran como eran
es porque así lo querían. N o tiene sentido escarbar en su pasado a la búsqueda
de un antiguo complejo, una íntima sensación de inferioridad en mi madre o un
sentimiento de desprotección que impelía a mi padre a buscar la protección de mujeres
fuertes. Los antecedentes existen pero no es apropiado considerarlos razones. No
me resarcen a mí ni los disculpan a ellos.
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